La mansión Lewis Benson parecía más grande de lo habitual. Más silenciosa. Más vacía, a pesar de que no pasaba un solo minuto sola.
Anne se encontraba en la sala principal, sentada en el mullido sofá de terciopelo azul que siempre le había parecido innecesariamente ostentoso. Tenía una manta ligera cubriéndole las piernas y una infusión de manzanilla entre las manos. No le gustaba el sabor, pero Gabriel la preparaba cada mañana con una mezcla de insistencia y ternura que hacía imposible rechazarla.
La chimenea estaba encendida, aunque no hacía frío. Las cortinas estaban entreabiertas, y la luz del sol de la mañana se filtraba tímidamente, dorando todo con un brillo cálido que le recordaba que el mundo seguía allá afuera. Un mundo que ya no sentía suyo.
Gabriel entró sin hacer ruido. Siempre estaba ahí. Nunca se alejaba demasiado. Tenía el portátil bajo el brazo, unos papeles en la mano, y esa expresión neutra que ocultaba su preocupación constante.
—¿Dormiste bien? —preguntó, como cad