La noche cayó sobre la ciudad como un telón espeso, y mientras las luces de los edificios parpadeaban en la distancia, yo no podía dejar de pensar en lo extraño que era todo. Alexander me había invitado a cenar en su habitación del hotel. No en un restaurante, no en un salón lleno de gente elegante, sino en su habitación. Había algo en esa invitación que me había hecho sentir mariposas y un leve temblor en el pecho. Alexander nunca hacía las cosas al azar; cada gesto suyo parecía tener un propósito oculto, un mensaje cifrado que solo yo podía descifrar si me atrevía a mirar con cuidado.
Mientras subía en el ascensor, me miré en el reflejo del acero pulido. Me sentía fuera de lugar con mi vestido sencillo color vino y el cabello suelto que caía en ondas sobre mis hombros. No era un atuendo espectacular, pero era yo. Y esta noche quería que él me viera así: sin defensas, sin capas de apariencia. Me acomodé un mechón rebelde detrás de la oreja justo antes de que las puertas del ascensor