El aire helado de la mañana cortaba la piel como mil cuchillos, pero para Wolf, cada ráfaga era un aguijón que le recordaba el camino que debía seguir. Había llegado el día. El día de partir.

En el patio de la fortaleza, el cielo gris se extendía sobre los árboles desnudos, que se alzaban como esqueletos congelados. Bajo ese cielo sombrío, los guerreros del clan Lobo se formaron en líneas, sus rostros serios y sus armas brillando con un frío acero. Los trineos, cargados hasta el tope con pieles, comida y herramientas, esperaban impacientes. Los perros de tiro, inquietos, bufaban nubes de vapor en el aire gélido.

Wolf se puso al frente. Era una figura imponente, envuelta en las gruesas pieles de lobo que le daban su nombre. Su rostro, que en otros tiempos podía mostrar alegría o dolor, ahora era una máscara de pura determinación y un peligro silencioso. No había rastro de duda en sus ojos. Solo una fría decisión. Esos mismos ojos, que no hacía mucho habían reflejado dolor por Christina,