Los días en la fortaleza de Rajar se deslizaron con una lentitud que a Christina le parecía casi irreal. El gran banquete había sido un torbellino de emociones, pero las palabras de la Reina Madre Hjordis, tan suaves y convincentes, habían logrado calmar la tormenta de dudas que se había desatado en su corazón. Ella quería creer. Quería que Rajar fuera el hombre noble y afectuoso que parecía ser, el protector que la profecía le prometía.
Su vida en la fortaleza era, en apariencia, cómoda, incluso lujosa. Se le proporcionaban los mejores vestidos, confeccionados con lino suave y pieles finas, muy diferentes de las toscas prendas a las que estaba acostumbrada. Las sirvientas, Raisy y Freya, seguían atendiéndola con una amabilidad constante, peinando su cabello con trenzas intrincadas y trayéndole comidas abundantes y deliciosas. Su habitación era espaciosa, con una chimenea siempre encendida que la protegía del frío implacable del Norte. Podía pasear por los patios interiores, explorar l