El aire dentro de la cueva era frío y húmedo, pero se sentía como el lugar más seguro del mundo. A través de la densa cortina de ramas y enredaderas que la camuflaba, Wolf, Christina y Sven observaban cómo los guerreros de Hjordis, con sus armaduras pesadas y sus rostros llenos de frustración, pasaban de largo. Los gritos de sus capitanes resonaban en el bosque. Estaban furiosos por haber perdido el rastro. La persecución, por ahora, había terminado.

Wolf y Christina se miraron, exhaustos y temblorosos. Sven se desplomó contra una pared de roca, su aliento se agitaba con el agotamiento. El silencio en la cueva era tan denso que casi se podía oír. Pero, a medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, se dieron cuenta de que no estaban solos. Había otras personas allí. Hombres, mujeres y niños, acurrucados contra las paredes, con los ojos llenos de miedo, pero también de una silenciosa gratitud.

Un hombre mayor, con barba blanca y una mirada llena de sabiduría, se acercó a ellos.