La cena de esa noche fue un intento de volver a la normalidad. El salón, iluminado por la luz suave de las velas, era un refugio tranquilo del peso de las palabras de Freyja. Wolf y Christina estaban sentados a la mesa, comiendo en un silencio que no era tenso, sino cómodo. Las conversaciones del día habían sido difíciles, pero el tacto de las manos de Wolf y su promesa silenciosa eran un bálsamo contra la angustia.
De repente, un dolor agudo y punzante la invadió. Christina dejó caer la cuchara con un estruendo que rompió el silencio. Un sabor amargo y metálico invadió su boca. Se llevó una mano al estómago y sus ojos se abrieron de par en par, no solo por la sorpresa, sino por una terrible y repentina comprensión.
—Wolf... —susurró, con la voz apenas audible, apenas un aliento.
Wolf dejó su copa. El sonido del cristal chocando con la madera hizo que todos en la mesa se dieran cuenta de que algo andaba mal. Una oleada de pánico helado le recorrió la espalda.
—¿Christina? ¿Qué ocurre?