Cecil Jones
—¿Qué haces aquí? ¿Para qué has venido?
—Yo solo quería darte una sorpresa, amor… ¿No estás feliz de verme? —pregunté, acercándome a él con una sonrisa temblorosa. Lo abracé y rocé sus labios con los míos, pero él se quedó inmóvil, sin responder ni al beso ni al abrazo.
Su mirada era fría. Distante. Lo sentí como un balde de agua helada. Luego, sin decir una palabra, se alejó de mí y se acercó a una mujer que estaba a unos pasos. Extendió la mano, entrelazó los dedos con los de ella y la envolvió en un abrazo cálido, dejando un beso en su mejilla… justo como solía hacer conmigo.
—¿Amor, qué pasa? ¿Quién es ella? —pregunté, incapaz de ocultar el temblor en mi voz mientras mis ojos saltaban entre él y esa desconocida.
—Soy su esposa. ¿Quién eres tú? —respondió la mujer, con una sonrisa que parecía afilada, estirando la mano hacia mí como si no acabara de destruirme con esas dos palabras.
Y en ese instante, todo comenzó a desvanecerse. Sus rostros. Sus voces. El lugar. Todo se volvió negro.
…………….
Abro los ojos lentamente. Todo está borroso al principio, pero enseguida comprendo que fue solo un sueño… o más bien, una pesadilla. Respiro con fuerza, tratando de calmar los latidos acelerados de mi corazón. Miro a mi alrededor, confundida. No reconozco este lugar.
—¿Dónde estoy? — susurro, sintiéndome desorientada, pero no hay nadie a mi alrededor.
Con esfuerzo, me incorporo desde el sofá en el que estoy recostada. Me llevo la mano a la parte posterior de la cabeza. Me duele. Me duele bastante. Palpo con cuidado, y aunque no siento sangre, hay una molestia persistente que me recuerda que algo pasó. La habitación es amplia, elegante, decorada con gusto. Es evidente que estoy en una oficina, una de alguien importante… pero ¿cómo llegué aquí?
Cierro los ojos, intentando ordenar mis pensamientos… y de inmediato, su rostro aparece en mi mente. No el de William. El de ella. Salomé. Sus palabras resuenan con fuerza, como si aún estuvieran suspendidas en el aire:
—Soy su esposa.
No. Eso no puede ser real, noo puede ser verdad. William es mi novio. Mi William. El hombre al que amo. El que me decía que me extrañaba, que no podía esperar a tenerme entre sus brazos, el que hablaba de un futuro conmigo. No, no puede haberme mentido. Yo he visto cómo me mira. Yo… yo lo sentí. Lo sentí real.
Trato de convencerme de que todo fue un malentendido. Una confusión. Tal vez incluso aluciné. Tal vez me desmayé y lo demás fue producto de mi cabeza. Porque no hay manera en el mundo de que William me haya mentido. ¿O sí…?
La puerta se abre. Me tenso. No quiero mirar. Sé que es ella. Lo presiento. Me acurruco ligeramente, cierro los ojos con fuerza, como una niña que cree que si no ve, la realidad se desvanece. Pero no. Siento su presencia. Sus pasos. Su respiración. Está cerca.
No quiero enfrentar esto. No quiero mirar los ojos de una mujer que tal vez tenga todo lo que yo soñé. No quiero enfrentar la posibilidad de que entregarme a él haya sido un error. Porque lo hice con el alma… porque confié.
Le confié mis secretos, mis miedos, mis sueños. Hablábamos durante horas, planeando ese “algún día” que nunca llegó. Nunca hubo una fecha, ni un lugar… solo promesas. Y yo, ilusa, las creí todas.
¡Qué estúpida fui!
La rabia se mezcla con la tristeza, y las lágrimas comienzan a brotar sin control. Me limpio una, luego otra, pero son demasiadas. No puedo más.
Abro los ojos.
Ella está ahí, parada frente a mí.
Salomé. Con su mirada afilada y unos ojos verdes que me analizan con desdén. Me siento diminuta frente a ella. Tan avergonzada, tan rota… pero si yo me siento así, no quiero imaginar lo que debe estar sintiendo ella.
Me trago el nudo en la garganta. Por primera vez en mucho tiempo, no sé quién soy frente al espejo. Solo sé que el corazón se me está partiendo en mil pedazos.
— El doctor está aquí para revisarte. Te desmayaste y te golpeaste la cabeza — dice ella sin mirarme, girando su cuerpo hacia las ventanas. Por el estilo del lugar, parece ser su oficina.
— Gracias — respondo en voz baja, permitiendo que el médico me revise. El dolor en la cabeza aún es fuerte, pero me esfuerzo por mantenerme firme.
El doctor me da unas medicinas y me recomienda visitar un hospital si el dolor persiste. Luego, se marcha, dejándonos solas. El silencio pesa entre nosotras.
Me siento pequeña en ese espacio tan elegante, tan suyo. Ella, en cambio, se ve imponente: espalda erguida, mirada distante, su ropa perfectamente ajustada. Es una mujer hermosa, segura de sí misma. Y, de pronto, me invade una pregunta que arde en el pecho. ¿Cómo alguien puede traicionar a una mujer como ella?
A su lado, yo no era nada. Me sentía… insignificante.
— ¿Estás embarazada? — pregunta de pronto, aún observando el horizonte — ¿Por eso te desmayaste?
— No… no estoy embarazada. No sé por qué me desmayé — respondo, con la voz temblorosa — Yo… lo siento mucho, de verdad. Quizá me equivoqué… El William que yo conozco no haría algo así. Mejor me voy.
Me levanto con prisa, queriendo huir de esa habitación, de sus ojos, de la vergüenza. Camino hacia la puerta, pero algo llama mi atención. Un estante con fotos familiares. Me acerco y ahí lo veo: a él. William. En una fotografía grupal, rodeado de personas que reconozco vagamente. Sus padres. Sus tíos. Salomé. Y ahí está él, junto a una niña.
Esa niña…
La he visto antes. En una videollamada que tuvimos una vez. Me había dicho que era la hija de una prima.
— ¿Señora? — pregunto, volteándome — ¿Quién es esta niña?
Ella camina hacia mí con calma, dejando escapar un suspiro largo.
— Dime Salomé, no señora. Me haces sentir peor de lo que ya me siento — dice mientras observa la foto — Ella es Emma, mi hija mayor. Mía… y de Willy. Esa foto fue en su cumpleaños número ocho.
Una lágrima resbala por su mejilla. Me toma unos segundos procesarlo. No solo está casado. Tiene una hija. Una hija. Me invade una ola de rabia, de asco, de impotencia.
— Yo… recuerdo ese día — murmuro — Hicieron una parrillada, ¿verdad?
Ella asiente, sin apartar la vista del retrato. Quería comprobar algo, y lo hice, ahora mi mundo termina de derrumbarse.
Ese día él me dijo que su celular se había descargado. Habíamos hablado antes, todo parecía normal, y de pronto desapareció. Me llamó horas después, como si nada. Y yo, como una tonta, le creí.
Aunque toda la verdad esté frente a mí, mi corazón se niega a aceptarla. William no es así. No puede ser así. Él era cariñoso, atento, dulce, inteligente. Me escuchaba, me abrazaba como si yo fuera su refugio. ¿Cómo pudo mentirme así? ¿Cómo pudo mentirnos a las dos?
— ¿Desde cuándo…? — la voz de Salomé suena débil, rota — ¿Desde cuándo se conocen?
— Desde hace poco más de un año. Somos novios desde hace casi ocho meses — respondo bajando la mirada, con una mezcla de vergüenza, rabia y una tristeza que me desborda.
— ¿Tuvieron relaciones sexuales? — pregunta, sin mirarme.
No respondo. Solo asiento. ¿Qué más se puede decir ante una verdad tan cruel?
— ¿Se cuidaron? — su voz tiembla.
— Al principio no… pero luego empecé a tomar anticonceptivos — murmuro.
Trago saliva. ¿Qué estoy haciendo aquí? Debo irme. Esto ya no es solo dolor, es humillación.
— Siéntate, por favor. Necesito saber todo — dice, y asiento con la cabeza. Lo menos que puedo hacer por ella… es contarle la verdad.
— ¿Dónde se conocieron?
— En Washington D.C. Él fue a conocerme. Estuvo conmigo una semana completa. Viajó a verme varias veces. Yo trabajo en turismo…
— Maldito hijo de…
— ¿Perdón? — pregunto, pero ella niega con la cabeza y no repite la frase.
— Dijiste que fue a conocerte… No entendí.
— Nos conocimos por una app de citas. Al principio no quería verlo sola… pero eventualmente accedí.
Salomé cierra los ojos con fuerza. Está herida. Destrozada. Como yo. Somos dos mujeres rotas por el mismo hombre.
— Creo que debes irte — dice finalmente, tratando de controlar el temblor de su voz — Esto es demasiado para mí. Pero por favor… déjame tus datos. Quiero que ambas lo enfrentemos. Si aún estás en Nueva York…
— No tengo fecha de regreso — murmuro — Pensé… pensé que empezaríamos una vida juntos. Como él prometió. Pero ahora veo que todo fueron solo palabras vacías.
— Está bien. Te llamaré. Debo esperar que regrese de casa de sus padres. Tal vez mañana.
— ¿Cuántos años llevan casados? — pregunto, con un nudo en la garganta.
— Si contamos el primer matrimonio, catorce años. Nos casamos a los dieciocho. Yo le propuse matrimonio en Las Vegas… con un Elvis falso — dice señalando una foto. Ella sonríe en la imagen, feliz, con un velo que Elvis sostiene mientras él parece tomar la foto.
La tristeza en sus ojos ahora es imposible de ocultar.
No aguanto más.
Salgo de la oficina sin mirar atrás. Las lágrimas ya no me piden permiso. Corren libremente. Me atraviesan la cara y el alma.
Sin lugar a dudas… William me convirtió en su amante. Y yo, sin saberlo, le entregué el corazón al hombre equivocado.