La luna llena estaba justo encima de mí, redonda, blanca y distante. Su luz caía como una caricia cruel sobre el bosque, iluminando los troncos, las hojas… y mi alma rota.
Aullé en silencio.
No tenía fuerzas para más.
El viento entre los árboles era lo único que respondía, moviendo mi cabello y removiendo los recuerdos que no me dejaban respirar.
Mis hijas…
Mis pequeñas…
Anna y Hanna.
Se habían ido.
Las había perdido en ese túnel maldito.
Y Eunice… ella también.
Me arrodillé sobre la tierra húmeda, los dedos hundidos en el barro, apretando los dientes con rabia, con impotencia, como si la tensión en mis mandíbulas pudiera evitar que me desmoronara por completo. Me obligué a recordar, a traer de vuelta esos fragmentos cálidos, como si al revivirlos pudiera mantenerlas cerca.
No había sentido tanto miedo desde su nacimiento.
Aquel día, hace nueve años…
Yo estaba afuera de la habitación, temblando como un cachorro recién transformado, las manos hechas puños, el corazón latiendo con una f