Fiesta imperial.
El castillo estaba en caos. No un caos de guerra ni de tragedia, sino algo aún más temido: el caos de una fiesta real con siete princesas indecisas y mil vestidos repartidos en todas las habitaciones.
Las trillizas gritaban desde la escalera, peleando por un broche de esmeraldas que “misteriosamente” había desaparecido. Las gemelas chismosas, Lizzie y Patsy, corrían por los pasillos con una nube de perfume tras ellas, buscando quién tenía el último par de guantes color lavanda. Daisy, la mayor, inspeccionaba peinados como si fuera a negociar tratados de paz, mientras Maisy derramaba lágrimas por un zapato manchado de chocolate —nadie preguntó cómo llegó el chocolate allí—.
—¡¿Por qué nadie me ha traído las perlas que pedí hace una hora?! —chilló Hazel, tirando una bandeja de horquillas al suelo.
—Porque cambiaste de idea cuatro veces, alteza —respondió una doncella, temblorosa pero resignada.
En medio de esa tormenta de histeria, el rey Falcón paseaba con expresión de mártir.
—¡P