La tarde olía a flores prensadas y a silencios que pesaban como piedras. El sol brillaba entre los vitrales del castillo, dejando fragmentos dorados sobre el mármol. Roderick y Azalea estaban en el pasillo junto al invernadero, acompañados por la mirada furtiva de criadas, cortesanos, y hasta estatuas que parecían escuchar.
—Solo quince días —le susurró él, acariciándole la mano con la yema de los dedos—. Te lo prometo, Azalea. Y después… el resto de nuestras vidas.
Ella asintió, aunque no podía evitar mirar a todos lados. Sabía que nada en su vida era privado. Ni siquiera un suspiro.
—¿Crees que pueda resistirlos? —preguntó en voz baja.
—Sé que sí —dijo él, firme—. Pero si no puedes, me lo dices y vengo por ti, aunque tenga que escalar murallas con una sola espada.
Azalea soltó una sonrisa apenas perceptible. Una chispa de alivio. Él se inclinó y besó su mano con decisión, sin temor a testigos.
—Aguanta, Azalea. Ya te elegí. Y no cambiaré de opinión mi pequeña abejita.
Y sin m