El sol había apenas asomado tras las montañas cuando los tambores de Alcalá comenzaron a retumbar por el valle. Una caravana, tan extensa como una serpiente dorada, se deslizaba por el camino real rumbo al reino de Falcón.
Al frente cabalgaba Roderick, con la mirada fija al horizonte y el corazón latiendo con la firmeza de quien ya ha decidido su destino. Vestido con una capa carmesí, su armadura reflejaba los primeros rayos de sol como fuego sagrado. A cada lado, sus escoltas mantenían la formación: jinetes de lanza larga, escudo redondo y ojos entrenados para detectar cualquier amenaza.
Tras él, los estandartes dorados ondeaban al viento. Seguían cuatro carruajes pesados, cuyos ejes crujían bajo el peso de cofres sellados. Oro puro, gemas, perlas de las costas sureñas. Luego, tres carretas con rollos de seda azul, lino encarnado, encajes tejidos por manos orientales. El ganado caminaba lento, con las campanas resonando como cantos rituales, guiados por pastores en capas azules. Vein