El sol aún no había asomado, pero el bosque ya susurraba. Elia caminaba con paso firme, siguiendo un sendero que solo sus sentidos recién despiertos sabían leer. La runa en su pecho brillaba bajo la tela, no con violencia, sino con una constancia inquietante. Como una segunda respiración.
Atrás quedaban la cabaña y Lena, dormida o fingiendo dormir. Riven la seguía a distancia, sin decir palabra. Era un acuerdo silencioso: ella caminaba hacia las respuestas, y él vigilaba que el camino no la devorara.
Llegaron al claro donde los árboles formaban un círculo natural. El lugar tenía una geometría imposible: todo parecía en equilibrio, pero ninguna línea era recta. Al centro, una piedra plana cubierta de líquenes y grabados apenas visibles.
Elia se detuvo frente a la piedra. El fuego lunar pulsó. La superficie se calentó, y por un instante, la runa en su pecho pareció proyectarse sobre la piedra misma.
Por debajo de la piedra, la tierra emitió un leve temblor, como si algo antiguo se agita