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El dolor era lo primero que Elyra registró al despertar.

No el tipo de dolor agudo de una herida fresca, sino algo más profundo. Como si alguien hubiera abierto su pecho y reordenado todo dentro, dejando cada órgano en el lugar equivocado. Respirar dolía. Pensar dolía. Existir dolía.

Abrió los ojos lentamente, parpadeando contra la luz que no debería existir en este lugar de oscuridad absoluta. Excepto que sí existía—una luminiscencia extraña y azul que emanaba de las paredes a su alrededor.

No. No paredes. Cristal.

Estaba en una celda hecha completamente de cristal oscuro, cada superficie pulida hasta reflejar como un espejo. Y en cada reflejo, veía su propio rostro mirándola de vuelta. Docenas de Elyras, todas con el mismo cabello enmarañado, la misma sangre seca en la sien, los mismos ojos ensanchados por algo entre terror y fascinación.

Se obligó a sentarse, ignorando cómo su cuerpo protestó el movimiento. Sus manos estaban desolladas, sus uñas rotas donde había arañado a sus capto
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