La humillación pública en la entrada de la Clínica Mendoza había sido la gota que colmó el vaso de una ira largamente fermentada.
Fernando Mendoza, acorralado, veía cómo el imperio de mentiras que con tanto cuidado había construido se desmoronaba. Solo quedaba el impulso visceral de herir, de marcar con fuego su derrota. Sabía que Valeria estaba de guardia y que su ronda nocturna la llevaría por el pasillo solitario cerca de la suite de Sofía León. Allí, en la penumbra de un cuarto de almacenamiento de material estéril, la esperaría. Se deslizó por los pasillos de servicio, un espectro de odio con un bisturí agarrado con fuerza en el puño. Su respiración era un susurro áspero, un mantra de rabia contenida.
Aguardó en la oscuridad. Finalmente, los pasos que esperaba resonaron en el pasillo: firmes, rápidos, profesionales. Una figura con bata médica se acercaba, la cabeza inclinada sobre una tablet. Sin dudar, salió de su escondite. Su mano se cerró sobre la boca de la figura, ahogando