Por otro lado, en la austera atmósfera del consultorio de la doctora Sandoval, el silencio era pesado. Yo, confinado a mi silla de ruedas, tenía a Ivory a un lado, mientras mi tía Josefina se mantenía erguida detrás de nosotros, cruzada de brazos, irradiando una presencia imponente. Los tres fijamos una mirada penetrante en la doctora, quien acababa de revelar un diagnóstico que rozaba los límites de lo increíble.
Según ella, yo sufría de una condición poco común, responsable de mi parálisis; que a pesar de no ser abasia, prometía tener cura bajo su cuidado. Sin embargo, este diagnóstico parecía un velo delicadamente tejido para ocultar una verdad mucho más peligrosa: la exposición a una toxina altamente peligrosa, accesible únicamente a través de los canales más restringidos de la comunidad médica. El