Las mañanas de Kang Ji-woo ya no comenzaban con el estridente sonido de una alarma corporativa, ni con la prisa por vestirse con trajes formales y el estómago revuelto por la ansiedad. Ahora, el despertar era más suave, a menudo con la tenue luz del amanecer filtrándose por las cortinas, o el suave zumbido de la máquina de coser que la había acompañado en sus sueños. El apartamento, antes un refugio para su dolor, se había transformado en un taller vibrante y caótico, un santuario de creatividad donde los patrones de tela, hilos de colores y cuadernos de bocetos competían por espacio con su taza de café mañanero. El dolor por Jae-hyun y Haneul no había desaparecido por completo; era una cicatriz que aún dolía con los cambios de "clima" emocional, pero ya no definía su existencia. Había canalizado esa energía, esa profunda necesidad de sanar, en algo tangible, algo que era intrínsecamente suyo. Su experiencia en el chaebol, el acoso, la sensación de ser una pieza prescindible en un jue