El set de lápices y el cuaderno de bocetos de Jae-hyun se habían convertido en el ancla de Kang Ji-woo en los días siguientes. Los tenía sobre su mesita de noche, y cada mañana, antes de enfrentar el implacable mundo de la Torre Haneul, se permitía unos minutos para pasar los dedos por la superficie de madera pulida de la caja y el cuero suave del cuaderno. El regalo era una paradoja: una fuente de consuelo y, al mismo tiempo, una herida abierta. Le recordaba la conexión que compartía con Jae-hyun, una intimidad silenciosa que el mundo exterior nunca vería, pero también la hacía consciente de la infranqueable distancia que los separaba, una distancia que Choi Seo-yeon se encargaba de recordar con cada nueva noticia sobre los preparativos de la boda. Ji-woo había intentado dibujar, pero su mente estaba demasiado turbulenta. Las líneas de grafito en el papel inmaculado no lograban capturar la confusión que sentía. El arte, que solía ser su refugio, ahora le parecía un espejo de su propi