El sol de la tarde caía con suavidad sobre el césped húmedo del jardín trasero. Kira había salido con pasos medidos, cumpliendo la rutina que el médico le había indicado: quince minutos de caminata lenta, para mantener la circulación y darle oxígeno a su corazón. Vestía ropa cómoda, una camiseta blanca de Julian que le quedaba grande, y unos pantalones de chándal que apenas se aferraban a su cintura. Su vientre, de veinte semanas, comenzaba a notarse con dulzura.
El aire olía a tierra fresca, a flores de jazmín que trepaban por la reja. Por un instante, todo parecía en calma. Kira cerró los ojos, inhalando profundo, disfrutando del calor que le acariciaba la piel.
Hasta que lo sintió.
Una mirada. Una presencia.
Abrió los ojos y giró, lenta. Allí, más allá de la reja que dividía el jardín del callejón lateral, estaba Marcus. De pie, con las manos en los bolsillos de su chaqueta oscura, observándola como un animal al acecho. Sus ojos brillaban con una intensidad perturbadora, como si es