Cuando la puerta se cerró detrás de Sol y Luka y la casa volvió a quedarse sólo con sus respiraciones, Kira y Julian se miraron como si acabaran de regresar de un viaje larguísimo. No traían maletas, pero venían cargados: de un nombre posible, de un latido que aún vibraba en los oídos, de una certeza que se decía bajito—es un niño—y les golpeaba el pecho con una alegría que parecía nueva y, al mismo tiempo, antigua como el deseo de pertenecer.
Julian posó la mano sobre el vientre de Kira. No la apartó. No podía. Su palma era grande, cálida, un ancla suave.
—Tal vez es tu culpa —sonrió Kira—. Tu hijo entrenando contigo desde adentro.