El hospital olía a desinfectante y calma contenida. Kira caminaba tomada de la mano de Julian, con pasos firmes, aunque el corazón le latía más rápido que nunca. Tenía 20 semanas de embarazo, y aquel día descubrirían algo que, aunque pequeño en apariencia, era inmenso: el sexo de su bebé.
Julian no la soltaba. No había dejado de acariciar suavemente el vientre en todo el trayecto, como si necesitara recordarse a sí mismo que era real, que su hijo estaba ahí, creciendo, latiendo, respirando vida en el refugio perfecto que era Kira.
—¿Estás nerviosa? —preguntó él, con voz baja, casi un susurro.
Kira sonrió, aunque sus dedos lo apretaron con fuerza.