Las visitas de Karim se habían convertido en un bálsamo inesperado. Había en él una calma sólida, una autoridad que llenaba la casa sin imponerse. Kira lo recibía con gratitud, siempre dispuesta a responder a sus preguntas sobre su salud o el embarazo, mientras Julian, aunque aún desconfiado, comenzaba a mirarlo con un respeto que crecía cada día.
En la tercera visita, Karim se detuvo en el porche antes de tocar el timbre. Su mirada, entrenada por años de viajes y negocios en los lugares más convulsos del mundo, se posó en algo que no cuadraba: un auto oscuro, estacionado demasiado tiempo frente a la acera contraria. El motor apagado, los vidrios polarizados, y aun así… había movimiento dentro.
No dijo nada al entrar. Saludó a Kira con un presente sencillo —unas flores blancas que puso en un florero junto a la ventana— y a Julian con un apretón de manos. Sonrió, compartió café y conversación ligera. Pero cada cierto tiempo, sus ojos regresaban a esa ventana, a ese auto que no se movía