La casa estaba en silencio. Luka seguía en su habitación, envuelto en sus videojuegos, y Sol se había retirado temprano a dormir. Zoey había salido a una cita, y Leo se había despedido con una advertencia amable: "Estudien bien sus historias, chicos. Migración no perdona errores." Pero esa advertencia se había desvanecido como el humo de las tazas de té humeante que reposaban ahora entre Julian y Kira.
Estaban solos.
La sala, apenas iluminada por una lámpara de pie, se volvía un refugio tenue y cálido. Kira estaba sentada en el sillón, con las piernas cruzadas, su mirada fija en Julian. Él, con los codos apoyados en las rodillas, la observaba con esa mezcla de intensidad silenciosa que siempre la desarmaba. Habían comenzado hablando de cosas triviales: comida, música, películas. Pero las palabras se fueron diluyendo. Lo que quedó fue la cercanía. La química.
Sin darse cuenta, ambos se habían ido acercando. Centímetro a centímetro. Mirada tras mirada. Palabra tras palabra. Julian habla