El amanecer llegó como un animal sigiloso: sin ruido, pero con colmillos. En la torre Blackthorne, los ventanales reflejaban una ciudad que seguía en movimiento mientras, en su interior, tres generaciones planeaban algo que el apellido nunca había hecho antes: defenderse con inteligencia, no con violencia.
William estaba de pie frente al ventanal, con las manos cruzadas detrás de la espalda. Había dormido poco, pero la fatiga parecía una armadura. A su derecha, Marcus revisaba una carpeta de documentos filtrados por el departamento legal; a su izquierda, Julian observaba la pantalla del portátil, donde se desplegaban gráficos y correos rastreados. En la mesa, una taza de café humeante olía a humanidad entre tanta tensión.
—No hay duda —dijo Julian, con el ceño fruncido—. Los movimientos bancarios del último mes coinciden con las transferencias a cuentas fantasma en Ginebra. Las mismas que usaba Martha para financiar los proyectos de Richard.
Marcus lo miró de reojo.
 —¿Quieres decir q