El amanecer se filtró por las persianas como una luz prudente, sin atreverse a invadir del todo. En la habitación de Kira, el silencio estaba lleno de cosas vivas: el latido acompasado en el monitor portátil, la respiración de Julian a su lado, el rumor de una cafetera en la cocina que Sol encendía antes de que Luka despertara. La casa, por primera vez en mucho tiempo, amanecía sin sobresaltos externos, sin el zumbido venenoso de llamadas anónimas, sin pasos extraños tras la reja. Kira abrió los ojos y tardó unos segundos en recordar dónde estaba. No en una cama de hospital, no bajo luces blancas, sino en su almohada de siempre, con el olor a jabón limpio en la funda y esa curva de seguridad que era el pecho de Julian.
Se incorporó despacio, con la mano instalada sobre el vientre en un acto reflejo. El pequeño respondió con un golpe leve, un saludo invisible que la hizo sonreír. Julian despertó con esa alerta silenciosa que el amor enseña; antes de decir algo, le peinó con los dedos u