Julian estaba en la habitación, sentado en el borde de la cama, con las manos entrelazadas sobre las rodillas. La penumbra del atardecer se colaba por la ventana, tiñendo la estancia con un matiz rojizo. Afuera, el hospital respiraba en murmullos, pasillos interminables y pasos apresurados. Adentro, sin embargo, el tiempo parecía suspendido.
Amhed había sido quien le trajo la noticia. No lo dijo con ligereza, ni con ánimo de provocar compasión. Simplemente se sentó frente a Julian y, con esa serenidad propia de un hombre que ha visto demasiadas batallas, lo informó: Marcus estaba dispuesto a aceptar su condena, a cargar con el peso de sus acciones, incluso a entrar en prisión si era necesario.
Julian no respondió al instante. Una oleada de incredulidad lo golpeó primero, seguida de una p