Mundo ficciónIniciar sesiónLe tomó a Neferet dos días en el palacio entender que no era una prometida... era una prisionera.
Las habitaciones que le habían asignado eran suntuosas, sí, con paredes pintadas en oro y azul cobalto, con cortinas de seda que filtraban la luz del Nilo como si fueran nubes tejidas por los dioses. Pero las puertas tenían guardias. Las ventanas daban a patios interiores vigilados. Y las sirvientas que la atendían informaban cada uno de sus movimientos a Lady Tiy con una eficiencia que helaba la sangre.
El tercer día comenzó con una humillación que Neferet debería haber anticipado.
La Sacerdotisa Henutsen, una mujer alta y severa con ojos como pedernal y una boca que parecía nunca haber sonreído, entró en sus habitaciones al amanecer acompañada de tres cortesanas cuyas sonrisas eran demasiado dulces para ser sinceras. Todas vestían túnicas de lino inmaculado, todas llevaban amuletos que proclamaban su educación en los templos más sagrados de Egipto.
—Levántate —ordenó Henutsen sin preámbulos—. Tu educación como futura esposa real comienza ahora.
Las siguientes horas fueron un ejercicio de tortura refinada.
Neferet debía aprender cien protocolos diferentes para cien situaciones distintas: cómo caminar en presencia del faraón, cómo inclinar la cabeza ante diferentes rangos de nobleza, cómo sostener una copa durante las ceremonias religiosas, cómo respirar sin que sus pechos se movieran demasiado bajo la túnica real. Cada error era señalado con una carcajada apenas contenida de las cortesanas, cada tropiezo magnificado hasta convertirse en evidencia de su indignidad.
—No, no, no —chasqueó la lengua Henutsen cuando Neferet se arrodilló incorrectamente ante un altar de práctica—. Las rodillas deben estar exactamente separadas por el ancho de tus caderas. ¿Acaso en tu familia de comerciantes nunca rezaron a los dioses correctamente?
Las cortesanas se rieron, un sonido agudo y cruel que resonó en la cámara de entrenamiento.
Neferet apretó los dientes y volvió a intentarlo, sintiendo que cada músculo de su cuerpo temblaba con la tensión de mantener una postura que nunca había practicado. El sudor comenzó a deslizarse por su espalda bajo la túnica pesada, y la humillación ardía en sus mejillas más que cualquier llama.
—Tal vez deberíamos enseñarle primero cómo comportarse en un mercado —sugirió una de las cortesanas, provocando otra ronda de risas—. Es donde claramente se siente más cómoda.
Fue en ese momento, mientras Neferet sentía que su dignidad se desintegraba fragmento por fragmento, que la conversación tomó un giro inesperado. Henutsen había sacado una muestra de tela para demostrar cómo debía colocarse correctamente el tocado ceremonial, y la tela se rasgó en sus manos con un sonido que hizo que todas se detuvieran.
—Imposible —murmuró Henutsen, inspeccionando el tejido con sorpresa—. Esta tela fue tejida en los telares del templo. Se supone que es la más resistente de Egipto.
Neferet se acercó, olvidando por un momento los protocolos, y tomó la tela entre sus dedos. Sus ojos expertos recorrieron las fibras, identificando el problema con la facilidad de alguien que había crecido rodeada de los mejores tejidos del mundo conocido.
—No es tela del templo —dijo con una seguridad que sorprendió incluso a ella misma—. Es una imitación. Mira la forma en que las fibras están torcidas, el espaciado irregular entre los hilos. Esto fue tejido rápidamente, probablemente en un telar común, y luego teñido para parecer sagrado. Alguien está engañando a los proveedores del palacio.
El silencio que siguió fue absoluto. Henutsen la miró con ojos entrecerrados, evaluándola con una nueva intensidad.
—¿Puedes identificar al tejedor?
—Puedo identificar la región —respondió Neferet, ganando confianza—. Este tipo de torsión es característico de los telares del delta inferior. Y el tinte... —acercó la tela a su nariz, inhalando— es henna mezclada con índigo falso. Cualquiera de mis proveedores familiares podría decirte exactamente qué taller produjo esto.
Por primera vez desde que había llegado al palacio, vio algo parecido al respeto brillar en los ojos de Henutsen.
—Interesante —murmuró la sacerdotisa—. Tal vez los dioses saben lo que hacen después de todo.
Las cortesanas no volvieron a reírse ese día.
La noche cayó sobre el palacio como un manto de terciopelo negro, trayendo consigo un silencio que era casi tangible. Neferet había escapado a los jardines reales después de que sus lecciones terminaran, necesitando aire, necesitando sentir algo más que las paredes de piedra cerrándose sobre ella como las mandíbulas de una bestia.
Los jardines eran un oasis de verde exuberante en medio del desierto circundante, con estanques que reflejaban la luna llena y palmeras que susurraban secretos al viento nocturno. Neferet caminaba descalza sobre la hierba fría, permitiendo que la sensación la anclara a algo real, algo que no fuera protocolo y pretensión.
—Sabía que te encontraría aquí.
La voz la hizo girar bruscamente, y su corazón se detuvo cuando vio a Amenhotep emergiendo de entre las sombras de los pilares. Ya no vestía las túnicas ceremoniales del príncipe, sino ropa simple, oscura, la misma que había usado la noche que se conocieron. Era como si hubiera retrocedido en el tiempo, convirtiéndose nuevamente en el soldado misterioso que la había besado en ese callejón.
—¿Qué haces aquí? —susurró Neferet, mirando alrededor nerviosamente—. Si alguien nos ve...
—Nadie nos verá —dijo él, acercándose con pasos medidos—. Conozco cada rincón de este palacio, cada ruta secreta, cada guardia que puede ser sobornado o distraído.
Se detuvo frente a ella, tan cerca que Neferet podía ver las sombras que jugaban en los ángulos de su rostro, las emociones que había mantenido ocultas durante los últimos dos días ahora expuestas en la vulnerabilidad de la noche.
—¿Por qué me mentiste? —preguntó ella, su voz temblando a pesar de su intento de sonar fuerte—. Esa noche, en el mercado... ¿todo fue mentira?
—No —la palabra salió de él como si hubiera sido arrancada—. Nada de esa noche fue mentira. Yo no sabía quién eras, Neferet. Te lo juro por todos los dioses que existen.
—Entonces, ¿qué fue? ¿Coincidencia? ¿Destino cruel?
Amenhotep cerró los ojos, y cuando los abrió de nuevo, había un dolor tan profundo en ellos que Neferet sintió que algo en su pecho se contraía.
—Escape —dijo simplemente—. Esa noche, como muchas otras noches, escapé del palacio porque ya no podía soportar ser el príncipe. Las reuniones interminables, las decisiones políticas, las sonrisas falsas... todo se vuelve asfixiante. Así que me disfrazo y camino por los barrios bajos donde nadie me conoce, donde puedo ser solo un hombre. —Hizo una pausa, su mano levantándose como si quisiera tocarla pero sin atreverse—. Y entonces te vi. Y por primera vez en años, sentí algo real.
Las palabras cayeron entre ellos como confesiones susurradas en un templo, sagradas y peligrosas a la vez.
—Yo también —admitió Neferet, su voz apenas audible—. Sentí algo real.
Algo se rompió en el rostro de Amenhotep. En un movimiento que fue más instinto que decisión, cerró la distancia entre ellos y capturó los labios de Neferet en un beso que fue hambre y desesperación entrelazadas. Sus manos se hundieron en el cabello de ella, deshaciéndose las trenzas cuidadosas que las sirvientas habían creado, mientras su boca devoraba la de ella con una intensidad que la dejó sin aliento.
Neferet respondió con la misma ferocidad, sus propias manos aferrándose a la túnica de él, tirando, necesitando sentirlo más cerca, necesitando borrar los dos días de frialdad fingida y dolor mutuo. Él la empujó suavemente hasta que la espalda de Neferet chocó contra un pilar de piedra fría, y entonces su cuerpo la presionó contra la superficie dura, cada centímetro de él alineándose con cada centímetro de ella de una manera que hizo que Neferet gimiera contra su boca.
Las manos de Amenhotep descendieron por sus costados, memorizando sus curvas con una devoción casi reverente, antes de deslizarse bajo el borde de su túnica para tocar la piel desnuda de sus muslos. Neferet arqueó su cuerpo contra el de él, sintiendo la evidencia inconfundible de su deseo presionándose contra su vientre, y el calor líquido que se extendió por su interior fue tan intenso que sus rodillas amenazaron con ceder.
—Amenhotep —jadeó cuando la boca de él descendió por su cuello, mordisqueando, lamiéndose, marcándola—. Por favor...
Pero entonces, justo cuando sus manos comenzaban a levantar su túnica, justo cuando Neferet pensó que finalmente cruzarían la línea que los separaba de la consumación total, Amenhotep se detuvo. Se apartó con una brusquedad que fue casi dolorosa, su respiración entrecortada, sus ojos dorados ardiendo con un fuego que amenazaba con consumirlos a ambos.
—Aquí no —dijo, su voz ronca y torturada—. No así. No como un secreto sucio escondido en las sombras.
Neferet lo miró, confundida y frustrada, su cuerpo todavía vibrando con la necesidad insatisfecha.
—Entonces, ¿dónde? ¿Cuándo?
Amenhotep se acercó de nuevo, pero esta vez fue solo para tomar su rostro entre sus manos, sus pulgares acariciando sus mejillas con una ternura que contrastaba brutalmente con la pasión salvaje de momentos antes.
—Cuando seas mi esposa —prometió, su voz baja pero firme—. Cuando tenga el derecho de reclamarte no solo con mi cuerpo sino con mi nombre. Cuando todos en Egipto sepan que eres mía y yo soy tuyo. Entonces, Neferet, te haré mía de verdad. Y no habrá vergüenza en ello, solo orgullo.
Las lágrimas ardieron detrás de los ojos de Neferet, porque las palabras eran hermosas y terribles a la vez: hermosas por la promesa que contenían, terribles porque le recordaban la jaula que los rodeaba.
—¿Y hasta entonces? —susurró—. ¿Seguimos fingiendo?
—Hasta entonces —dijo él, presionando su frente contra la de ella—, sobrevivimos.
El momento se rompió con el sonido de pasos acercándose por el camino de grava. Amenhotep la soltó instantáneamente, dando varios pasos atrás, su rostro componiendo la máscara de indiferencia principesca con una velocidad que hizo que el corazón de Neferet doliera.
Pero quien apareció entre los árboles no era un guardia ni una cortesana curiosa. Era un hombre que Neferet nunca había visto antes: más joven que Amenhotep por algunos años, con una belleza casi femenina en sus rasgos delicados y una sonrisa que era pura diversión traviesa. Vestía túnicas de un púrpura profundo, y los amuletos en su cuello proclamaban su estatus real.
—Hermano —dijo el recién llegado con una voz melodiosa—, la abuela te busca. Algo sobre los preparativos de la boda.
Amenhotep se tensó visiblemente, sus mandíbulas apretándose.
—Seti —dijo, y había advertencia en su tono—. ¿Qué haces aquí?
El hombre llamado Seti —el hermano menor del faraón, comprendió Neferet con un sobresalto— simplemente sonrió más ampliamente y dirigió su atención a ella. Sus ojos, de un marrón claro casi dorado como los de Amenhotep pero con un brillo más juguetón, la recorrieron con una apreciación que era completamente inapropiada y absolutamente deliberada.
—Así que tú eres la famosa Neferet —dijo, acercándose con la gracia de un gato—. La pequeña comerciante que ha capturado el interés de mi serio y aburrido hermano mayor.
—Seti —advirtió Amenhotep de nuevo, pero el hombre menor lo ignoró completamente.
Se detuvo frente a Neferet, tomó su mano antes de que ella pudiera retirarla, y la besó con una galantería exagerada que habría sido cómica si no fuera por la forma en que sus ojos la estudiaban: aguda, inteligente, peligrosamente perceptiva.
—Encantado de conocerte finalmente —dijo—. He oído muchas cosas sobre ti. Algunas buenas, algunas... menos buenas. Pero ahora que te veo, entiendo por qué mi hermano parece tan... alterado últimamente.
—Suficiente —ordenó Amenhotep, su voz cortante como un látigo—. Neferet, vuelve a tus habitaciones. Ahora.
Era una orden de príncipe a súbdita, y Neferet sintió la humillación de ella como una bofetada. Pero antes de que pudiera obedecer, Seti habló de nuevo, su voz cargada con algo más oscuro.
—Mi hermano es un tonto si te hace llorar, pequeña comerciante —dijo, sus ojos nunca dejando los de ella—. Recuerda eso.
Entonces su expresión cambió, volviéndose más seria, casi gentil.
—Y ten cuidado —agregó, su voz bajando hasta convertirse en un susurro que solo Neferet pudo escuchar—. En palacio, hasta el amor mata.
Neferet regresó a sus habitaciones con el corazón latiendo salvajemente y la mente girando con preguntas que no tenía manera de responder. Las sirvientas la prepararon para dormir con una eficiencia silenciosa, trenzando su cabello, aplicando aceites perfumados en su piel, antes de retirarse y dejarla sola en la oscuridad.
Se acostó en la cama demasiado grande y demasiado lujosa, mirando el dosel pintado sobre ella, incapaz de encontrar el sueño. Las imágenes de la noche se reproducían en su mente una y otra vez: las manos de Amenhotep en su piel, la promesa en sus ojos, la advertencia velada de Seti.
Fue cuando finalmente cerró los ojos, rindiéndose al agotamiento, que su mano rozó algo áspero bajo su almohada.
Se incorporó bruscamente, su corazón acelerándose, y sacó un trozo de papiro doblado. Las manos le temblaban mientras lo abría, acercándolo a la luz tenue de la lámpara de aceite que nunca se apagaba completamente.
La caligrafía era elegante, educada, claramente de alguien con formación aristocrática. Y las palabras escritas en tinta negra como la medianoche la helaron hasta los huesos:
"El príncipe tiene un secreto que destruirá tu futuro. Pregúntale por la Tumba Sellada antes de que sea demasiado tarde. Una amiga."
Debajo del mensaje, como una firma macabra, había una mancha marrón rojiza que Neferet reconoció instantáneamente: sangre seca.
Sus manos comenzaron a temblar incontrolablemente mientras releía las palabras una y otra vez, sintiendo que el mundo que acababa de empezar a reconstruir se desmoronaba nuevamente en fragmentos afilados y peligrosos.
La Tumba Sellada. Un secreto que destruiría su futuro. Una amiga anónima. Y sangre.
Neferet apretó el papiro contra su pecho, sus ojos fijos en las sombras danzantes proyectadas por la lámpara de aceite, y supo con una certeza absoluta que su pesadilla solo acababa de comenzar.







