Mundo ficciónIniciar sesiónNeferet enfrentó a Amenhotep al amanecer con la nota en la mano y veneno en la lengua.
Lo había encontrado en la terraza privada de sus aposentos principescos, un lugar donde, técnicamente, ella no tenía permiso de estar. Pero la noche sin dormir, las preguntas que ardían en su mente como brasas, y el peso de ese maldito papiro manchado de sangre la habían empujado más allá del protocolo, más allá del miedo, hasta el borde mismo de la desesperación.
Él estaba de espaldas a ella, observando el Nilo que se extendía como una serpiente de plata bajo la luz del amanecer. Vestía solo una túnica simple, su cabello todavía despeinado del sueño, y por un momento, Neferet casi olvidó su furia. Casi recordó cómo se había sentido presionada contra ese cuerpo en los jardines, cómo sus labios habían saboreado promesas imposibles.
Casi.
—¿Qué es la Tumba Sellada? —Su voz cortó el silencio de la mañana como un cuchillo.
Amenhotep se giró bruscamente, sus ojos dorados ensanchándose con sorpresa antes de endurecerse en algo más frío, más peligroso.
—¿Cómo...? —comenzó, pero Neferet no le dio oportunidad de terminar.
Arrojó el papiro a sus pies, observando cómo la brisa matutina lo hacía revolotear contra el suelo de mármol.
—Alguien dejó esto bajo mi almohada anoche. Alguien que claramente sabe más sobre mi futuro esposo de lo que yo sé. —Su voz temblaba, pero no de miedo, sino de rabia pura—. Así que te lo preguntaré de nuevo: ¿Qué es la Tumba Sellada?
Amenhotep se quedó inmóvil, tan inmóvil que podría haber sido una estatua tallada en piedra. Cuando finalmente habló, su voz era tan baja que Neferet apenas pudo escucharla.
—No es algo de lo que debas preocuparte.
—¿No debo preocuparme? —La risa de Neferet fue áspera, casi histérica—. Me dicen que mi futuro será destruido, que tú tienes secretos que me devastarán, ¡y me dices que no debo preocuparme!
—Es por tu propia protección —replicó él, su mandíbula apretándose—. Algunas cosas son mejor dejarlas enterradas.
—¿Como tu prometida anterior?
El silencio que siguió fue tan absoluto que Neferet pudo escuchar su propio corazón latiendo contra sus costillas. La expresión de Amenhotep se transformó, pasando de la frialdad a algo más oscuro, más peligroso: dolor crudo y furia entrelazados.
—No sabes nada —dijo, su voz grave como el trueno distante.
—¡Entonces dímelo! —Neferet dio un paso hacia él, sus manos convirtiéndose en puños a sus costados—. ¿También me mientes sobre esto? ¿Igual que me mentiste sobre quién eras? ¿Igual que finges indiferencia frente a la corte cuando tus manos temblaban al tocarme?
—¡No tienes idea de lo que proteges con tu ignorancia! —La voz de Amenhotep estalló finalmente, resonando contra las paredes de piedra—. ¡No tienes idea de los peligros que acechan en este palacio, de las personas que harían cualquier cosa para destruirte solo por estar cerca de mí!
—Entonces protégeme con la verdad —suplicó Neferet, su rabia disolviéndose en algo más desesperado—. No con mentiras y secretos que me dejan vulnerable.
Por un momento, vio algo quebrarse en su rostro. Vio el conflicto, la guerra interna entre el hombre que había besado en los jardines y el príncipe que debía mantener secretos mortales. Pero entonces la máscara descendió de nuevo, fría y brutal.
—No puedo —dijo simplemente.
Se dio la vuelta, caminando hacia la entrada de sus aposentos, dejándola sola en la terraza con el sol naciente pintando el cielo de sangre.
—¡Amenhotep! —llamó ella, pero él no se detuvo.
La puerta se cerró detrás de él con un sonido que resonó como el final de algo precioso y frágil.
Neferet se quedó paralizada, sintiendo que las lágrimas ardían detrás de sus ojos pero negándose a dejarlas caer. No aquí. No por él. No cuando claramente valoraba sus secretos más que su confianza.
Si Amenhotep no le daría respuestas, Neferet las encontraría por sí misma.
Pasó las siguientes horas moviéndose por el palacio con una determinación que sorprendió incluso a las sirvientas que la seguían. Había aprendido mucho en su familia de comerciantes sobre cómo obtener información: todos tenían un precio, y en palacio, ese precio era usualmente oro o favores futuros.
Encontró a un sirviente joven, de rostro nervioso y manos temblorosas, en uno de los almacenes de suministros. El muchacho se llamaba Khenti—irónicamente, el mismo nombre de su familia—y sus ojos se iluminaron con codicia cuando Neferet le mostró el brazalete de oro que había estado usando esa mañana.
—Los archivos privados del príncipe —susurró ella, deslizando el brazalete en la mano del muchacho—. Necesito acceso a ellos. Solo por una hora.
El sirviente tragó saliva, sus ojos moviéndose nerviosamente hacia las sombras como si esperara que los guardias emergieran en cualquier momento.
—Eso... eso podría costarme la vida, mi señora.
—Y ese brazalete podría comprar la libertad de tu familia —replicó Neferet, jugando la única carta que tenía—. Sé reconocer el oro fino cuando lo veo. Y sé cuánto vale.
La codicia ganó. Siempre ganaba.
Una hora después, Neferet estaba sola en una cámara pequeña y polvorienta, rodeada de papiros enrollados y tablillas de arcilla que contenían los registros oficiales de la familia real. Sus manos temblaban mientras desenrollaba documento tras documento, buscando, buscando...
Y entonces lo encontró.
El registro de compromiso anterior. Fechado tres años atrás. El nombre de la prometida estaba escrito con caligrafía hermosa y dolorosa: Kiya, hija de Horemheb, General de los Ejércitos del Sur.
Una noble de sangre pura. Una mujer que, según los registros, había sido encontrada muerta en la Tumba Sellada—una cripta antigua en los límites del complejo palaciego—apenas dos semanas antes de su boda con Amenhotep.
Causa oficial de muerte: Accidente durante exploración no autorizada.
Pero debajo, con una tinta diferente, más nueva, alguien había añadido una nota marginal que helaba la sangre: Investigación cerrada por orden real. Evidencia sellada permanentemente.
Las manos de Neferet temblaban mientras enrollaba el papiro de nuevo. Las preguntas se multiplicaban como serpientes en su mente: ¿Por qué estaba Kiya en esa tumba? ¿Qué había sucedido realmente? ¿Y por qué la investigación había sido cerrada tan abruptamente?
Y la pregunta más aterradora de todas: ¿Había estado Amenhotep involucrado?
Los baños públicos del palacio eran un lujo reservado para las mujeres de la corte, un espacio donde el vapor se elevaba como espíritus y el agua perfumada prometía purificación. Neferet había ido allí después de sus descubrimientos, necesitando limpiar no solo su cuerpo sino también el peso de las sospechas que ahora cargaba.
Fue un error.
Merit la estaba esperando.
Neferet no vio venir el ataque hasta que fue demasiado tarde. Una mano se enredó en su cabello, tirando con fuerza brutal, y entonces su cabeza fue empujada bajo el agua con una violencia que la dejó sin aliento. El agua llenó su nariz, su boca, sus pulmones gritando por aire mientras las manos de Merit la mantenían sumergida.
—Puta —escuchó la voz distorsionada de su prima a través del agua—. Deberías haberte quedado en tu mercado.
Neferet luchó, sus brazos agitándose salvajemente, pero Merit era más fuerte de lo que había anticipado. La desesperación comenzó a convertirse en pánico, y por un momento aterrador, Neferet pensó que así terminaría: ahogada en un baño público mientras otras mujeres observaban.
Pero entonces algo se encendió dentro de ella. No era solo la voluntad de sobrevivir, sino algo más profundo, más feroz: la negativa absoluta a morir como víctima.
Con un rugido que salió desde lo más profundo de su ser, Neferet agarró las muñecas de Merit y giró su cuerpo con toda su fuerza. El movimiento tomó a su prima por sorpresa, y ambas cayeron al agua con un sonido estruendoso que resonó en las paredes de mármol.
Neferet emergió primero, jadeando, escupiendo agua, y antes de que Merit pudiera recuperarse, la agarró por el cabello exactamente como su prima había hecho con ella. Tiró con fuerza, arrastrando a Merit fuera del agua, y la empujó contra el borde de piedra del baño con suficiente fuerza como para que todas las mujeres presentes jadearan.
—Si vuelves a tocarme —siseó Neferet, su rostro a centímetros del de Merit—, te prometo que no habrá segundas oportunidades. No me importa quién seas o de qué familia vengas. La próxima vez, no seré tan amable.
Merit la miró con ojos desorbitados, agua y lágrimas mezclándose en su rostro, y por primera vez, Neferet vio algo más que odio en esos ojos: vio miedo.
—Él nunca te amará —escupió Merit finalmente, su voz quebrándose—. Solo eres un reemplazo. Un reemplazo pobre de la mujer que realmente amaba.
Las palabras golpearon a Neferet con más fuerza que cualquier ataque físico, pero no dejó que Merit viera cuánto le dolían. Soltó a su prima con un empujón final y salió del baño con la cabeza alta, ignorando las miradas asombradas de las otras mujeres.
Seti la encontró en uno de los jardines laterales, donde Neferet se había refugiado después de cambiarse de ropa. Estaba sentada en un banco de piedra, sus manos todavía temblando por la adrenalina del ataque, cuando la sombra de él cayó sobre ella.
—He oído que diste un espectáculo en los baños —dijo con esa voz melodiosa que parecía perpetuamente divertida—. Merit está contando a quien quiera escuchar que eres una salvaje.
—Tal vez lo soy —respondió Neferet sin mirarlo.
Seti se sentó a su lado, tan cerca que sus muslos casi se tocaban, y Neferet pudo sentir el calor que emanaba de su cuerpo como una promesa peligrosa.
—No eres salvaje —dijo él suavemente, su mano alcanzando la de ella—. Eres fuerte. Hay una diferencia.
Neferet finalmente lo miró, y lo que vio en sus ojos la desconcertó: no había burla ni diversión, sino algo más profundo, más sincero.
—¿Por qué eres amable conmigo? —preguntó, su voz apenas un susurro—. Tu hermano me guarda secretos. Tu abuela me desprecia. Tu corte me humilla constantemente. ¿Por qué tú...?
—Porque sé lo que es ser la segunda opción —interrumpió Seti, su pulgar acariciando el dorso de su mano—. Siempre quise lo que mi hermano tiene. El trono, el respeto, el amor de mi familia. —Hizo una pausa, sus ojos nunca dejando los de ella—. Hasta que te conocí.
Antes de que Neferet pudiera procesar sus palabras, antes de que pudiera alejarse o protestar, Seti cerró la distancia entre ellos y capturó sus labios en un beso que fue completamente diferente a los de Amenhotep. Donde su prometido era pasión y desesperación, Seti era suavidad y persuasión, sus labios moviéndose contra los de ella con una gentileza que la desarmó.
Por un segundo—solo un segundo maldito e imperdonable—Neferet no lo empujó. Por un segundo, permitió que el beso continuara, permitió que la calidez de él la envolviera, permitió que la idea de algo más simple, más fácil, la tentara.
Entonces la realidad la golpeó como un puño, y empujó a Seti con ambas manos, separándose de él con un jadeo.
—No —dijo, su voz temblando—. No puedo... Estoy comprometida con tu hermano.
Seti la miró con ojos que brillaban con algo que parecía peligrosamente cercano al dolor.
—¿Y él te merece? —preguntó—. ¿Un hombre que te guarda secretos, que te mantiene en la oscuridad, que valora su orgullo más que tu seguridad?
Neferet no tenía respuesta para eso. Porque en lo profundo de su corazón, se estaba haciendo las mismas preguntas.
Esa noche, las trompetas anunciaron la llegada del faraón a palacio con un sonido que resonó como el juicio de los dioses. Neferet estaba en sus aposentos cuando su sirvienta principal, una mujer mayor llamada Ebe con ojos amables pero asustados, entró con noticias que helaban la sangre.
—Mañana, mi señora —dijo Ebe, su voz temblando visiblemente—, será la ceremonia de compromiso oficial. Una vez que bebas del cáliz sagrado frente al faraón... no habrá vuelta atrás. El vínculo será inquebrantable ante los dioses y los hombres.
Neferet sintió que el mundo se inclinaba bajo sus pies. Mañana. Solo tenía hasta mañana antes de que su destino quedara sellado permanentemente.
Se acercó a la ventana, necesitando aire, necesitando espacio, y lo que vio en los jardines abajo la dejó completamente paralizada.
Amenhotep estaba allí, medio oculto por las sombras de las palmeras, hablando con una figura encapuchada que Neferet no pudo identificar. La conversación parecía acalorada, los gestos de Amenhotep agitados, y entonces, bajo la luz de la luna que se filtraba entre las hojas, Neferet vio algo que hizo que su corazón se detuviera por completo.
En la mano de Amenhotep, brillando como un fragmento de plata líquida, había un cuchillo.
La figura encapuchada retrocedió, como si estuviera asustada, y Amenhotep levantó el cuchillo en un gesto que podía ser amenaza o súplica—Neferet no podía estar segura desde esta distancia. La conversación continuó por unos momentos más antes de que la figura encapuchada desapareciera entre las sombras, dejando a Amenhotep solo con el arma todavía en su mano.
Él miró el cuchillo por un largo momento, su rostro una máscara de algo que parecía ser agonía, antes de guardarlo en su túnica y desaparecer en la dirección opuesta.
Neferet se alejó de la ventana, su respiración llegando en jadeos entrecortados, su mente girando con posibilidades que no quería considerar. El mensaje sobre la Tumba Sellada. La prometida muerta misteriosamente. El cuchillo en la noche. La ceremonia mañana.
Y una pregunta que la aterraba más que cualquier otra: ¿A quién estaba a punto de casarse realmente?







