2

Tres palabras. Solo tres palabras necesitó la madre de Neferet para destruir su mundo.

"Eres su elegida."

Neferet retrocedió como si la hubieran golpeado, su espalda chocando contra la pared fría del vestíbulo mientras la realidad se estrellaba contra ella con la fuerza de una ola del Nilo. El aire abandonó sus pulmones, y por un momento, el mundo se redujo a un punto diminuto donde solo existía el horror puro y absoluto.

—No —dijo, su voz apenas un susurro quebrado—. No, eso es... es imposible. Yo nunca...

—¿Nunca qué? —La voz de Rashida cortó el aire como un cuchillo afilado, su sonrisa expandiéndose hasta convertirse en algo triunfal y terrible—. ¿Nunca esperaste esto? ¿Nunca soñaste con elevarte por encima de tu posición? He trabajado años para este momento, Neferet. Años cultivando las conexiones adecuadas, asegurándome de que tu nombre llegara a los oídos correctos en palacio.

—Madre, no lo entiendes —Neferet sintió que las lágrimas ardían detrás de sus ojos, pero se negó a dejarlas caer—. Yo no quiero esto. No quiero casarme con...

La bofetada resonó en el vestíbulo como un trueno.

Neferet giró la cabeza con el impacto, su mejilla ardiendo con un dolor que era tanto físico como emocional. Rashida nunca la había golpeado antes. Ni una sola vez en diecinueve años. La humillación y la conmoción la paralizaron más que el dolor mismo.

—¡Te atreves a rechazar este honor! —La voz de su madre temblaba con una furia apenas contenida mientras agarraba el brazo de Neferet con dedos que se clavaban como garras—. ¡Te atreves a escupir en el rostro de los dioses cuando te ofrecen la corona de Egipto!

—Rashida, basta.

La voz fría y calculada de Djari llegó desde la entrada del salón principal. El hermano de Neferet emergió de las sombras con la gracia medida de un depredador, sus ojos oscuros evaluando la escena con una indiferencia que heló la sangre de su hermana. A sus veintiséis años, Djari había heredado no solo el negocio familiar tras la muerte de su padre, sino también la ambición despiadada que lo había construido.

—Déjame hablar con ella —dijo, haciendo un gesto a su madre—. A solas.

Rashida soltó el brazo de Neferet con una sacudida violenta, pero obedeció, su túnica de lino fino susurrando contra el suelo de mármol mientras abandonaba el vestíbulo. El silencio que dejó atrás era denso y opresivo.

Djari se acercó a su hermana con pasos medidos, sus manos entrelazadas detrás de su espalda en una postura que Neferet reconoció de las negociaciones comerciales. Era su pose de poder, la que usaba cuando estaba a punto de cerrar un trato que destruiría a su oponente.

—Siéntate —ordenó, señalando un banco de piedra junto al estanque interior.

—Prefiero estar de pie —replicó Neferet, encontrando un destello de su coraje habitual a pesar del temblor en sus rodillas.

Una sonrisa fantasmal tocó los labios de Djari, pero no había humor en ella.

—Como quieras. Entonces escucha de pie mientras te cuento una verdad que madre ha ocultado con tanto cuidado. —Hizo una pausa, dejando que el silencio se extendiera como un veneno—. Estamos arruinados, Neferet.

Las palabras cayeron entre ellos como piedras en un pozo sin fondo.

—¿Qué? —susurró Neferet.

—El negocio familiar que padre construyó durante treinta años está al borde del colapso —continuó Djari con una voz desprovista de emoción—. Las rutas comerciales del este fueron bloqueadas por bandidos. Perdimos tres caravanas completas el mes pasado. Nuestros deudores reclaman pagos que no podemos cumplir. En seis meses, tal vez menos, perderemos todo: la mansión, los almacenes, nuestra posición social. Todo.

Neferet sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Las piezas comenzaron a encajar con una claridad brutal: la tensión constante en la casa, las reuniones secretas de su hermano, la desesperación apenas oculta en los ojos de su madre.

—Y este matrimonio... —comenzó, aunque ya conocía la respuesta.

—Este matrimonio nos salva —terminó Djari, acercándose hasta que su rostro quedó a centímetros del de ella—. El príncipe heredero no solo te eligió a ti, hermana. Eligió una alianza con nuestra familia. El contrato matrimonial incluye subsidios reales, protección para nuestras rutas comerciales, acceso a mercados que solo la familia real puede tocar. En una sola firma, nos convertimos en intocables.

—Me están vendiendo —dijo Neferet, su voz temblando con rabia y dolor—. Como una de sus telas preciosas.

—Te estamos salvando —corrigió Djari, su tono endureciéndose—. Te convertirás en reina. Deja de comportarte como una niña ingrata y acepta el destino que los dioses te han dado.

—¿Y si me niego?

El silencio que siguió fue más aterrador que cualquier amenaza. Djari la miró con ojos que no mostraban nada, ningún atisbo del hermano que alguna vez la había cargado sobre sus hombros cuando era niña, que le había enseñado a leer las estrellas en el desierto durante las caravanas familiares.

—Entonces madre y yo perderemos todo —dijo simplemente—. Y tú vivirás el resto de tu vida sabiendo que pudiste salvarnos y elegiste no hacerlo. ¿Puedes vivir con eso, Neferet?

No esperó su respuesta. Se dio la vuelta y salió del vestíbulo, dejándola sola con el peso imposible de una decisión que no era realmente una decisión en absoluto.

El palacio era una criatura viva que respiraba opulencia y poder desde cada columna de piedra caliza, desde cada jeroglífico dorado que cubría las paredes interminables. Neferet caminó a través de los corredores masivos sintiéndose más pequeña con cada paso, sus sandalias susurrando contra el suelo de mármol pulido mientras las sirvientas reales la escoltaban hacia su presentación oficial.

La habían bañado, perfumado y vestido con una túnica de lino tan fino que era casi transparente, bordada con hilos de oro que pesaban sobre sus hombros como cadenas. Habían pintado sus ojos con kohl negro, sus labios con aceite rojo, y habían trenzado su cabello con cuentas de lapislázuli. La habían convertido en un objeto hermoso, una muñeca viviente lista para ser exhibida.

Las puertas del salón de audiencias se abrieron con un sonido que resonó como el juicio de los dioses.

El salón era vasto, con columnas que se alzaban hacia un techo pintado con escenas de los cielos eternos. Pero Neferet apenas registró la magnificencia arquitectónica, porque sus ojos fueron inmediatamente atraídos hacia el grupo de mujeres que la esperaban cerca del trono vacío.

Eran al menos una docena, todas vestidas con túnicas elaboradas, todas luciendo joyas que proclamaban su riqueza y linaje. Y todas la miraban con un odio tan puro y cristalino que Neferet sintió su peso como golpes físicos.

—Así que esta es la elegida —murmuró una de ellas, su voz lo suficientemente alta para ser escuchada—. Una comerciante.

Las risas brotaron como veneno entre el grupo.

—Miren sus manos —dijo otra, señalando con desprecio—. ¿Esas manos tocarán al futuro faraón? Los dioses deben estar riendo.

Neferet mantuvo la cabeza alta, negándose a mostrar cuánto las palabras la atravesaban. Pero entonces vio un rostro familiar entre la multitud, y su corazón se hundió aún más.

Merit.

Su prima la miraba con ojos que ardían con un odio tan intenso que era casi tangible. Merit había sido hermosa siempre, con rasgos delicados y una figura que había atraído pretendientes desde que cumplió quince años. Pero ahora esa belleza estaba contorsionada por la envidia y la rabia.

Se acercó a Neferet con pasos medidos, su túnica de seda susurrando, y se detuvo tan cerca que Neferet pudo oler el perfume caro de aceite de mirra.

—Tú —susurró Merit con una voz que destilaba veneno—. De todas las mujeres en Egipto, te eligió a ti.

—Merit, yo no pedí...

—¿Sabes cuántos años esperé? —La voz de su prima subió una octava, atrayendo la atención de todo el salón—. ¿Cuántas noches pasé aprendiendo los rituales reales, estudiando política, perfeccionando cada gesto para ser digna de él?

—Lo siento —dijo Neferet, y lo decía en serio.

Merit se rio, un sonido agudo y quebrado que resonó contra las paredes de piedra.

—Guárdate tu compasión, prima —escupió—. Solo eres una puta con telas caras. Y cuando él se canse de ti, y se cansará, yo estaré esperando.

Antes de que Neferet pudiera responder, las trompetas sonaron, anunciando la llegada de la familia real. El salón cayó en un silencio absoluto mientras todos se postraban, frentes tocando el suelo frío.

Neferet imitó el gesto, su corazón golpeando contra sus costillas con tanta fuerza que estaba segura de que todos podían escucharlo.

—Levántense —ordenó una voz femenina, fría y autoritaria.

Neferet se incorporó lentamente, y por primera vez vio a Lady Tiy, la madre del faraón reinante. Era una mujer de mediana edad con rasgos afilados como cuchillos, vestida con túnicas de un azul tan profundo que parecía negro, y joyas que proclamaban su poder absoluto. Sus ojos, pintados dramáticamente, recorrieron a Neferet con una evaluación que hizo que la piel de la joven se erizara.

—Así que esta es la elegida de mi nieto —dijo Lady Tiy, su voz arrastrando las palabras con un desprecio apenas velado—. Acércate, niña.

Neferet obedeció con piernas temblorosas. Lady Tiy descendió de la plataforma elevada y comenzó a caminar alrededor de ella, inspeccionándola como un comerciante inspecciona ganado en el mercado.

—Caderas estrechas —murmuró—. ¿Podrás dar herederos fuertes?

La humillación ardió en las mejillas de Neferet, pero mantuvo su rostro cuidadosamente neutro.

—Responde cuando te hablo —ordenó Lady Tiy, deteniéndose frente a ella.

—Eso solo los dioses pueden decirlo, mi señora —respondió Neferet, forzando respeto en su voz.

—¿Esta... comerciante... será la madre del futuro faraón? —Lady Tiy se dirigió a los cortesanos presentes, su voz cargada de incredulidad dramática—. ¿Una niña cuya familia huele a lino y especias en lugar de sangre noble?

El salón permaneció en silencio, nadie atreviéndose a responder.

—Pero —continuó Lady Tiy con un suspiro resignado—, mi nieto ha hecho su elección. Y debemos respetar la voluntad del príncipe heredero, sin importar cuán... peculiar sea.

Antes de que Neferet pudiera procesar completamente la humillación, las puertas del fondo del salón se abrieron de nuevo, y esta vez, el silencio que cayó era diferente: era el silencio del verdadero poder.

Él entró.

El príncipe Amenhotep caminó hacia el salón con la gracia de un depredador y la autoridad de alguien nacido para gobernar. Vestía una túnica blanca simple pero impecable, con un collar de oro que brillaba contra su piel bronceada. Su rostro, ya no oculto por sombras ni capuchas, era devastadoramente hermoso: líneas fuertes, nariz recta, labios que Neferet recordaba demasiado bien. Y esos ojos, esos malditos ojos dorados que la habían mirado con deseo hace apenas horas.

Sus miradas se encontraron a través del salón, y Neferet vio el momento exacto en que él también la reconoció. Algo parpadeó en esas profundidades doradas—sorpresa, horror, dolor—antes de que una máscara de hielo descendiera sobre sus rasgos.

—Príncipe Amenhotep —Lady Tiy hizo un gesto hacia Neferet—. Le presento a su futura esposa, Neferet de la casa Khenti.

Amenhotep se acercó con pasos medidos, y cada metro que recorría hacia ella sentía como una eternidad. Cuando finalmente se detuvo frente a Neferet, tan cerca que ella podía ver las diminutas motas de ámbar en sus iris dorados, su rostro no mostraba nada. Era una estatua viviente, hermosa y completamente inalcanzable.

—Mírame —ordenó, su voz tan diferente de los susurros apasionados de la noche anterior que Neferet sintió que algo se quebraba dentro de ella.

Ella levantó la barbilla, negándose a mostrar debilidad, y lo miró directamente a los ojos. Por un segundo, tan breve que podría haberlo imaginado, vio dolor reflejado en esas profundidades doradas.

—Será suficiente —dijo Amenhotep, girándose hacia Lady Tiy—. Acepto el compromiso.

Las palabras cayeron sobre Neferet como piedras. "Será suficiente." Como si ella fuera un objeto, una adquisición aceptable pero no particularmente deseada.

El salón estalló en murmullos de aprobación. Los cortesanos se apresuraron a felicitar a la familia real. Merit lloraba abiertamente en un rincón, consolada por otras candidatas rechazadas. Y Neferet se quedó congelada en su lugar, sintiendo que el suelo desaparecía bajo sus pies mientras su mundo se desmoronaba en fragmentos imposibles de reparar.

Cuando los rituales terminaron y los cortesanos comenzaron a dispersarse, Neferet intentó escapar hacia los jardines, necesitando aire, necesitando espacio para procesar la pesadilla en la que se había convertido su vida. Pero una mano atrapó su muñeca, firme pero no dolorosa, y la giró.

Amenhotep la había seguido.

Estaban solos en un corredor lateral, las sombras de las columnas creando franjas de oscuridad que los ocultaban de miradas curiosas. Él no había soltado su muñeca, y Neferet podía sentir el pulso de él golpeando contra su piel, tan acelerado como el suyo propio.

—Suéltame —susurró, su voz quebrándose.

En lugar de obedecer, él se acercó más, tanto que su aliento rozó el rostro de Neferet cuando habló. La máscara de hielo se había resquebrajado, y ahora había algo salvaje y desesperado en sus ojos.

—Olvida lo de anoche —susurró contra su oído, su voz ronca y cargada de una emoción que Neferet no pudo identificar—. En este palacio, soy tu príncipe. Y tú... eres solo un deber.

Las palabras la golpearon como puñetazos, pero entonces Neferet sintió algo que contradecía completamente sus palabras: la mano de Amenhotep temblaba donde aún sostenía su muñeca. Temblaba como si estuviera usando toda su fuerza de voluntad para no hacer algo más, para no acercarla, para no besarla como lo había hecho en ese callejón oscuro cuando ambos eran libres.

—¿Un deber? —repitió Neferet, encontrando su voz a pesar del nudo en su garganta—. ¿Eso es todo lo que soy para ti?

Amenhotep cerró los ojos como si sus palabras le causaran dolor físico. Cuando los abrió de nuevo, estaban brillantes con algo que parecía peligrosamente cercano a las lágrimas.

—Eso es todo lo que puedes ser —dijo, y finalmente la soltó, dando un paso atrás como si tocarla lo quemara—. Aquí, en este lugar, eso es todo lo que cualquiera de nosotros puede ser.

Se dio la vuelta para marcharse, su capa ondeando detrás de él, pero Neferet no pudo dejarlo ir sin una última pregunta.

—¿Sabías? —llamó, su voz resonando en el corredor vacío—. ¿Sabías quién era yo anoche?

Amenhotep se detuvo, pero no se giró. El silencio se extendió entre ellos como un abismo.

—No —dijo finalmente, su voz apenas audible—. No lo sabía. Si lo hubiera sabido...

Dejó la frase sin terminar, colgando en el aire como una promesa rota, antes de alejarse por el corredor y desaparecer entre las sombras, dejando a Neferet sola con un corazón que no sabía si estaba rompiéndose o simplemente aprendiendo a latir en una jaula.

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