El pasillo del ala norte era silencioso, envuelto en una tenue penumbra. Las antorchas chispeaban suavemente, proyectando sombras danzantes sobre los muros de piedra.
Thallila caminaba tras Risa, sujetando con cuidado el pequeño cofre de madera que contenía los amuletos y sellos personales de Noctara.
Su corazón seguía agitado. No entendía por qué.
Desde que había cruzado la mirada con aquel hombre —ese guerrero de ojos de acero y alma en llamas—, algo dentro de ella había cambiado.
“Adrian…” pensó sin atreverse a repetir su nombre en voz alta.
Era absurdo. No lo conocía. No debía sentir nada. Y, sin embargo, sentía.
—¿Te sientes bien? —preguntó Risa al volverse, con una sonrisa amable.
Thallila levantó la vista rápidamente.
—S-sí, señora. Solo… el palacio es más grande de lo que imaginaba.
Risa soltó una leve risa.
—Te acostumbrarás. Aquí los muros guardan más secretos que los libros del archivo real. Pero no te preocupes, mientras estés conmigo, nadie te hará daño.
Thallila asintió,