La luna colgaba alta sobre el castillo, bañando las almenas en un resplandor plateado. La batalla del banquete aún resonaba en los corredores: guardias recogiendo escombros, sirvientes limpiando manchas de sangre, y el eco de los llantos por los caídos.
Rhaziel se encontraba solo en el patio interior, mirando el cielo con los puños apretados. Su rabia hervía bajo la piel, pero el recuerdo de la súplica de Risa —“no habrá muertes en mi nombre”— le mantenía sujeto a una calma frágil.
Una brisa helada cruzó el patio, distinta a la del viento nocturno. La sombra de una figura se materializó entre los arcos de piedra: una mujer vestida enteramente de negro, con cabellos blancos que resplandecían bajo la luna y ojos azules que parecían atravesar cualquier secreto.
—Noctara —gruñó Rhaziel, sin sorprenderse—. Sabía que aparecerías.
La Reina de la Oscuridad sonrió con un aire enigmático.
—Siempre que la vida de la niña peligra, yo aparezco.
El rey frunció el ceño, tensando la mandíbula.
—Deja