El amanecer se abrió paso con un resplandor falso, un sol pálido que no traía calor ni promesa.
El mundo parecía contener la respiración después del despertar en las ruinas.
Nada en el aire se movía por voluntad propia: las hojas giraban solas, obedeciendo a un pulso que no era el suyo, un pulso nuevo y viejo a la vez.
El alma del Rey había regresado.
Pero su cuerpo ya no era el suyo.
Thallyla —o lo que quedaba de ella— caminaba por el lago seco como si las aguas aún existieran bajo sus pies. Sus pasos levantaban un polvo que chispeaba con cada contacto, como si la tierra reconociera al amo perdido.
Noctara la seguía a distancia, incapaz de mirar directamente los ojos dorados que ahora la observaban desde un rostro familiar.
El aire se sentía denso, cargado de poder.
Las runas del círculo aún brillaban, aunque su energía se deshacía lentamente en el suelo.
Cada símbolo pronunciaba una advertencia, cada grieta una plegaria.
—¿Majestad? —se atrevió a decir Noctara—. ¿Puede oírme?
El ser