El amanecer del día esperado llegó con un resplandor que bañó el Castillo de las Sombras en un fulgor casi imposible. Las campanas resonaron desde la torre mayor, y su eco cruzó los campos, las aldeas y hasta las colinas más lejanas. Era un día distinto, marcado en los cielos y en los corazones: el cumpleaños número dieciocho de Risa, la joven que había pasado de ser una prisionera del destino a convertirse en la prometida del rey.
El castillo hervía de movimiento. Sirvientes corrían con bandejas de oro, cargadas con manjares que exhalaban perfumes dulces y especiados. Los pasillos se decoraban con tapices de hilo carmesí, bordados con símbolos antiguos que hablaban de alianzas y victorias. Los jardines se cubrían de flores que no parecían de este mundo, traídas por mercaderes desde tierras bañadas por mares extraños.
En los balcones, los heraldos ya practicaban los nombres de los invitados, algunos con títulos tan largos que parecían no acabar jamás. Embajadores, reyes menores, noble