El murmullo de voces lejanas fue lo primero que Risa escuchó. Después, el roce de sábanas suaves y el calor de un lugar desconocido. Un leve aroma a hierbas medicinales impregnaba el aire, mezclado con un incienso delicado que jamás había olido en la academia ni en las calles.
Abrió los ojos lentamente, pestañeando varias veces, hasta que la luz dorada de un candelabro le reveló la escena. Estaba acostada en una cama amplia, cubierta con mantas finas. Alrededor, varias sirvientas la observaban con preocupación, y un hombre de túnica blanca —seguramente un médico— le tomaba el pulso con delicadeza.
—Su respiración se estabiliza, mi señor —dijo el médico, inclinándose hacia alguien que Risa aún no veía.
El corazón de la joven dio un vuelco cuando escuchó aquella voz grave, profunda y cargada de autoridad.
—Asegúrate de que no tenga ninguna herida. Quiero un informe completo de su estado.
Las sirvientas hicieron una reverencia inmediata, y el médico asintió con nerviosismo. Fue entonces