La noche había caído pesada sobre las calles desiertas. El aire olía a humedad y a hierro oxidado, presagio de desgracias que los huérfanos, acurrucados bajo su refugio, no pudieron presentir a tiempo.
Primero escucharon risas. No eran risas infantiles ni alegres, sino carcajadas ásperas, llenas de crueldad. Sombras largas se arrastraron por el callejón, y pronto, figuras encapuchadas emergieron del oscuro sendero: lobos y vampiros rezagados, desterrados de sus clanes, buscando diversión. Y para ellos, la diversión significaba muerte.
—Miren lo que tenemos aquí… —dijo uno de los vampiros, mostrando unos colmillos amarillentos. Sus ojos brillaban como ascuas—. Unos ratones perdidos.
—No son ratones —respondió un lobo enorme, relamiéndose—. Son presas.
Los niños se apretaron unos contra otros. Milo sujetó un palo como si fuera una espada, Lira apenas podía respirar del terror, y Risa, con el corazón desbocado, los rodeó con sus brazos, como si pudiera protegerlos con solo su abrazo.
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