El temblor no disminuyó.
Noctara sintió cómo el polvo le caía encima desde las vigas del techo, mientras el soldado seguía balbuceando a la entrada, demasiado asustado como para formar frases coherentes.
La sombra afuera rugió otra vez.
No sonaba como un animal.
Ni como un monstruo reconocido.
Era algo más profundo, más antiguo, como la voz de un continente hundiéndose en el fondo del mar.
Noctara apretó las mandíbulas.
—Thallia —dijo, volviéndose hacia ella—, dime qué percibes.
Thallia respiraba entrecortado.
El fragmento del alma del Rey seguía latiendo dentro de ella como un segundo corazón, desbocado.
Ella cerró los ojos… y no vio oscuridad.
Vio algo cayendo desde el cielo.
Una forma, o muchas formas en una sola.
Como si miles de cuerpos se movieran dentro de una única silueta gigantesca.
Y una luz roja, profunda, que no iluminaba: perforaba.
—No es… no es solo una sombra —susurró—. Es una presencia.
Y nos está buscando.
Noctara dio un paso más cerca.
—¿A quién?
Thallia abrió los