El silencio dentro del vehículo era tan denso que Khaled podía sentirlo presionando contra su pecho. A través de la ventanilla polarizada, las luces de la ciudad de Alzhar se deslizaban como estrellas fugaces, iluminando intermitentemente el rostro de Mariana. Ella mantenía la mirada fija en el exterior, con los brazos cruzados sobre el pecho, como si intentara protegerse de él.
Khaled apretó el volante con tanta fuerza que sus nudillos se tornaron blancos. Había ordenado a su chofer que se retirara; necesitaba esta privacidad, este momento a solas con ella, aunque no sabía exactamente qué decir. Las palabras se agolpaban en su garganta, pero ninguna parecía adecuada.
—Llegaremos al palacio en veinte minutos —dijo finalmente, rompiendo el silencio con una observación trivial que sonó hueca incluso para él mismo.
Mariana asintió sin mirarlo. La tensi&oacu