El sol de Alzhar caía implacable sobre la limusina negra que avanzaba por la carretera principal hacia el palacio. Mariana observaba por la ventana polarizada cómo el paisaje desértico se transformaba gradualmente en los jardines cuidadosamente diseñados que anunciaban la proximidad de su destino. Su corazón latía con fuerza, mezcla de anticipación y temor.
—Llegaremos en cinco minutos, señorita —anunció el chófer con tono neutro.
Mariana asintió, aunque sabía que él no podía verla a través de la división. Sus manos, inquietas sobre su regazo, alisaban repetidamente la falda de su vestido azul turquesa, uno que Khaled le había regalado meses atrás. Lo había elegido deliberadamente, como un silencioso recordatorio de que, a pesar de todo lo ocurrido, ella pertenecía a ese lugar tanto como cualquiera.
La imponente