Mundo ficciónIniciar sesiónLa mañana avanza con un peso extraño en el pecho. Colín cumplió su palabra: recogió a Lia en la escuela y la llevó a la guardería. Al menos eso me da un respiro, porque mi niña necesita distraerse, necesita juegos, no solo angustia.
Me duele no estar con ella, la extraño como si me arrancaran una parte del alma, pero también sé que verla feliz, aunque sea unas horas me ayudará a no caer.
La señora Coleman, con esa calma que siempre irradia, llegó temprano al hospital para quedarse con Liam. La vi sentarse a su lado, acariciarle su cabello oscuro con la misma ternura que cuida a Lia.
“Ve tranquila, hija, yo estaré aquí”, me dijo. Y aunque mi corazón grita no querer separarme de mi hijo, tuve que ceder.
Respiro hondo mientras salgo rumbo al restaurante. El aire fresco golpea mi cara, pero no logra despejarme del todo. Cada paso me recuerda lo que está en juego. No solo necesito el empleo, necesito no cometer un error, no darles un motivo para que me despidan.
El dinero… aún no lo tengo. Y Liam necesita su tratamiento ya.
Entro al restaurante con el uniforme impecable, aunque mis manos tiemblan al alisarlo. El murmullo de los clientes, el choque de los platos, el aroma de los guisos… todo es familiar, y al mismo tiempo me pesa como si fuera la primera vez.
—Mitchell —la voz del gerente retumba desde la barra.
Me acerco, intentando mantener el rostro sereno.
—Tomaste la decisión correcta. —Su tono es seco, pero menos cortante que ayer—. Te di una segunda oportunidad porque eres de las pocas empleadas que nunca me han dado un problema. Eficiente, puntual, sin quejas de clientes. No me falles ahora.
Asiento en silencio, tragándome el nudo que me aprieta la garganta. “No la arruines, Ava. Por Liam, por Lia. Resiste.” Repito las palabras que ya se han convertido en un mantra para mí.
Respiro hondo y me lanzo a mi rutina: mesas que atender, pedidos que memorizar, sonrisas que fingir. Cada bandeja que llevo parece pesar el doble, como si además de platos cargara con mis miedos. Me repito una y otra vez que debo concentrarme, que no puedo dar un paso en falso.
Estoy atendiendo a unos comensales cuando un murmullo extraño comienza a recorrer el salón. Los clientes siguen comiendo, ajenos, pero entre los meseros la tensión se siente en el aire.
Cruzo miradas rápidas con algunos compañeros, entre ellos con Ximena. De repente todo se convierte en un movimiento frenético: copas alineadas con precisión, manteles estirados hasta quedar lisos sobre cada mesa vacía, cubiertos brillando como espejos ya listos en sus servilletas.
¿Qué está pasando? Percibo que todos están nerviosos e inquietos. Pero, ¿por qué?
El gerente aparece de repente en el pasillo, con el ceño fruncido y la expresión más severa que le he visto. Golpea las palmas de sus manos con fuerza para llamar nuestra atención y hace señas, urgentes, ordenándonos que lo sigamos a la cocina.
Dejo el servicio en la barra y camino con el resto del personal, sintiendo cómo el ambiente se vuelve cada vez más pesado.
Ya todos reunidos en el calor sofocante de la cocina, el jefe nos observa uno por uno antes de hablar:
—Atención, quiero a todo el mundo concentrado. El dueño vendrá en unos minutos. Todo debe estar impecable. Ni un error, ni una demora con ningun platillos o una orden que pida.
Su mirada recorre la fila de empleados hasta detenerse en mí. Y entonces suelta la sentencia como un dardo directo a mi pecho:
—Mitchell… tú atenderás su mesa.
Mi cuerpo se tensa.
—¿Yo? —pregunto, titubeando, y confundida.
El gerente asiente sin dejar espacio a la duda.
—Sí, tú. Confío en tu eficiencia. No quiero fallas.
El corazón me golpea fuerte en las costillas. ¿Yo, atender al dueño? Nunca lo he visto, jamás se ha presentado en este lugar.
¿Por qué justo ahora, por qué yo? Siento que el piso se me mueve.
Miro mis manos, temblorosas, y trago saliva. Estoy en mi peor momento: agotada, con la mente dividida entre mis hijos y el dinero que necesito mucho. ¿Y ahora tengo que atender al hombre que maneja todo esto?
Por Dios. ¿Por qué me pasan estas cosas a mí?
El murmullo del personal a mi alrededor no ayuda. Unos me miran con lástima, otros con alivio porque no les tocó a ellos. Yo solo siento que mi pecho se encoge.
Respiro hondo, intento clavar los pies en el suelo. No puedo negarme. Tampoco puedo causar una mala impresión al dueño, si eso pasa, Ramírez tendrá la excusa perfecta para echarme de una vez.
“Hazlo, Ava. Aunque tiemble todo tu cuerpo, tú puedes hazlo.”
Me coloco la bandeja en el brazo, ajusto el delantal y me preparo. Pero por dentro algo me dice que no estoy a punto de enfrentar solo a un cliente más.
¿Por qué siento una sensación extraña? Como un presentimiento, uno nada agradable.
[***]
Minutos más tarde, Ramírez nos llama otra vez.
—¡Todos en fila en la entrada! —ordena, con voz firme—. El dueño está a punto de llegar. Quiero que lo reciban como corresponde.
Dejamos lo que tenemos entre manos. Copas, bandejas, libretas… todo queda en su sitio mientras obedecemos. Nos alineamos junto a la entrada, formamos en el pasillo para darle la bienvenida a ese hombre. Unos tienen sonrisas forzadas. Otros luchan contra los nervios, yo soy una de esas personas.
El murmullo crece, no solo dentro, sino también afuera. El eco de flashes, el estallido de cámaras y los gritos de reporteros se filtran desde la calle. La curiosidad me obliga a alzar un poco la cabeza cuando la puerta doble se abre.
Entonces lo veo cruzar esas puertas.
Una figura alta e impecable en un traje gris oscuro que parece hecho a la medida. Su porte irradia poder, y cada paso suyo arrastra respeto mientras pasa por delante de cada empleado.
Primero me fijo en su atuendo, que parece muy costoso, luego en su postura erguida, en sus manos grandes y venosas, una de ellas lleva un reloj plateado reluciente. Mi mirada sube despacio, hasta su rostro, y me dio cuenta de que es joven, y muy atractivo.
Pero luego reparo en sus ojos.
Azules. Intensos. Idénticos a los de mis hijos.
El aire me abandona en un golpe seco. Ese rostro… lo conozco, solo que más maduro y duro, distinto al de hace años, pero inconfundible.
Entonces me doy cuenta de que el dueño del restaurante donde trabajo no es cualquier hombre.
Es Logan Langford.
Mi Logan, mi primer amor.
El padre de mis mellizos.
¡¡AHHH!!! YA SALIO NUESTRO PAPASITO; AY, ¿QUE CREEN QUE PASARA? ¿EL LA RECONOCERA?







