C2: TE ACOSTARÁS CON EL ALFA.

África, la primogénita, creció amada, esperada y necesaria. Desde sus primeros años, cada enseñanza que recibía estaban cuidadosamente dirigidos a un único propósito. Sus padres la criaron con dedicación absoluta, proporcionándole afecto, educación rigurosa y una disciplina impecable. Todo en su formación estaba orientado a convertirla en una futura Luna.

Ella pertenecía a la familia del Beta, una estirpe cuya responsabilidad no era menor dentro de la jerarquía del Clan Asgard. Desde tiempos ancestrales, recaía sobre esa familia una obligación inalterable: de su linaje debía surgir la loba destinada a convertirse en la esposa del Alfa.

No se trataba de una tradición simbólica ni de una simple preferencia; era una norma profundamente arraigada en la estructura de poder. El Beta no solo sostenía al Alfa con lealtad y fuerza, sino que aseguraba la continuidad del dominio mediante la sangre. África, por lo tanto, no era solo una hija: era una promesa política, un pilar futuro, una pieza esencial en el equilibrio del Clan.

En lo que respectaba al Alfa, el amor nunca fue un factor determinante. En la cúpula del poder, la noción de mate —la compañera destinada por instinto— era vista como un detalle menor. El Alfa debía unirse a una loba cuya sangre garantizara fuerza, estabilidad y continuidad. La elección recaía siempre en una familia poderosa, como la del Beta, capaz de sostener el peso del linaje real.

Si el Alfa resultaba tener una compañera destinada que no perteneciera a una familia de prestigio, el máximo permiso concedido era mantenerla como amante. Nunca como esposa. Nunca como Luna. El matrimonio era una alianza, no un acto de devoción.

Entre los lobos comunes, las reglas eran distintas. Ellos podían casarse con sus mates sin que nadie los cuestionara. El instinto y el vínculo eran suficientes. Pero la familia real no gozaba de ese privilegio. Para el Alfa, el deber siempre prevalecía sobre el deseo.

Por otro lado, la segunda gemela creció en un mundo completamente distinto. Jamás tuvo conocimiento de su verdadero origen. No sabía que llevaba la sangre del Beta, mucho menos imaginaba que compartía la misma sangre con África, la loba destinada a convertirse en Luna.

Creció entre la servidumbre, respirando el mismo aire que quienes limpiaban los pasillos, encendían los fuegos y bajaban la cabeza ante cualquier orden. Creyó durante años que una de las mujeres del servicio era su madre, porque fue esa mujer quien la sostuvo cuando lloraba y quien le enseñó a pronunciar sus primeras palabras. Fue también ella quien le dio un nombre: Sigrid.

Sigrid creció pensando que ese era su lugar natural. La educación que obtuvo fue mínima, suficiente para obedecer órdenes, leer instrucciones sencillas y cumplir tareas domésticas sin cometer errores graves. Nada de historia del Clan, nada de protocolos, nada de refinamiento.

Aun así, Sigrid creció con una docilidad aprendida y un silencio constante. No esperaba reconocimiento, no reclamaba afecto. Su vida transcurría entre pasillos discretos y habitaciones donde solo entraba para limpiar o asistir. Hasta que llegó el día de la boda.

África, ya convertida en una loba joven y hermosa, se preparaba para unirse al Alfa, cumpliendo el destino que le había sido impuesto desde el nacimiento. Y fue precisamente Sigrid quien recibió la orden de ayudarla a arreglarse.

Con cuidado extremo, Sigrid peinaba el cabello de África frente al espejo. Sus dedos temblaban levemente, no por torpeza, sino por el peso del momento. De pronto, África soltó un grito breve y agudo.

—¡Auch! —exclamó, con el ceño fruncido—. ¡Maldita sea!

Se levantó de golpe, girándose con violencia. Antes de que Sigrid pudiera disculparse, África levantó la mano y le propinó una bofetada brutal.

Sigrid perdió el equilibrio y cayó al suelo, aturdida, con la mejilla ardiendo y el corazón encogido.

—¿Qué no sabes peinar más suavemente? —le gritó África desde arriba—. ¿Acaso tú nunca te peinas? ¡Casi me arrancas un mechón de pelo!

De pronto, otra voz femenina se hizo presente.

—Otra vez… —articuló—. Otra vez lo mismo contigo, Sigrid. ¿En verdad no sirves para nada más que para hacerlo todo mal?

Era Morgana. Se había detenido junto a la puerta, observando la escena con una expresión fría.

—Madre —mencionó África—, esta estúpida casi me deja calva y le di su merecido, aunque ahora siento que me he contaminado la mano. ¡Qué asco!

Sigrid seguía en el suelo. El golpe había sido lo suficientemente fuerte como para desorientarla; sentía un zumbido persistente en los oídos y un ardor profundo en la mejilla.

Antes de que pudiera incorporarse por sí misma, Morgana avanzó hacia ella sin prisa, y sin decir una palabra, se inclinó y le tomó el cabello con fuerza, enredando los dedos sin cuidado alguno. Tiró de ella hacia arriba con brusquedad, obligándola a ponerse de pie a la fuerza.

Sigrid dejó escapar un gemido ahogado, producto del dolor agudo que le recorrió el cuero cabelludo y el cuello.

—Si sigues molestando a mi hija, te aseguro que la que te va a dejar calva soy yo —amenazó Morgana.

Luego la soltó de golpe, como si le repugnara tocarla un segundo más. Sigrid trastabilló, pero logró mantenerse en pie, con la cabeza baja y el cuerpo rígido.

—Haz tu trabajo. Péinala como se debe —impuso Morgana—. Déjala hermosa para su futuro marido, para el Alfa. Ella es la futura Luna. Y tú te mudarás con ella en la mansión del Alfa para servirla personalmente. ¿Te das cuenta del privilegio que te ha dado esta familia? Servir personalmente a la Luna de este Clan. Cualquier otra sirvienta habría dado su vida por un puesto como el tuyo. Pero tú… —la recorrió de arriba abajo con desprecio— para algo debes servir, ¿no? Después de todo, has crecido en esta casa, bajo nuestro techo, comiendo nuestra comida.

Morgana se acercó un paso más, bajando la voz.

—Con esa cara tan espantosa que tienes, ni siquiera sirves para venderte a un lobo rico que te quiera como esposa. Nadie te querrá jamás. Así que recuerda esto muy bien: solo existes para servir a África.

Sigrid asintió lentamente, sin alzar la cabeza.

—Sí, señora.

No dijo nada más. Nunca lo hacía. Había aprendido desde muy pequeña que cualquier explicación, cualquier defensa o súplica solo empeoraba las cosas. Aquel tipo de maltrato no le resultaba nuevo; formaba parte de su cotidianidad, de un orden que jamás había logrado comprender por completo.

Nunca supo con certeza por qué la odiaban tanto. A veces pensaba que todo se debía a su rostro, a esa cara deforme que provocaba rechazo inmediato en la familia de África. Desde siempre, ellos la habían despreciado por ello, usando su apariencia como excusa para humillarla, para recordarle constantemente su inferioridad.

En la servidumbre ocurría algo similar. Muchas empleadas repetían la crueldad de sus señores, encontrando en Sigrid un blanco fácil. Se burlaban de ella, la denigraban por su rostro desfigurado, por las marcas visibles que la distinguían de los demás.

Sin embargo, no todo era hostilidad. Existían unas pocas, muy pocas, que la trataban con cierta humanidad. Con ellas había crecido, compartiendo trabajos agotadores y breves momentos de descanso. Aquellas lobas eran lo más cercano que había tenido a amigas, pequeños refugios en una vida marcada por el abuso.

Aun así, la mayor parte del tiempo estaba sola frente al desprecio. Golpes, insultos y miradas de asco se habían vuelto tan frecuentes que, con los años, terminó por aceptarlos como algo inevitable. Se había habituado a vivir en ese estado constante de sometimiento, convencida de que no existía un destino mejor esperándola en ningún lugar.

De hecho, en su mente, aquel infierno era preferible a alternativas mucho peores. Sabía lo que ocurría con las esclavas que dejaban de ser útiles: podían ser vendidas a otros lobos, intercambiadas como mercancía o, en el peor de los casos, enviadas al mercado negro, donde sus cuerpos eran despojados de valor humano para convertirse en simples fuentes de órganos o en objetos de prácticas aún más atroces. Frente a ese panorama, cualquier migaja parecía un privilegio.

Por eso, aunque África la tratara con desprecio, aunque la humillara y la golpeara sin remordimiento, servirla personalmente le parecía un mal menor. Sigrid se conformaba con sobrevivir.

—Madre, no entiendo por qué tengo que llevar a este esperpento conmigo —dijo África con desdén—. El Alfa podría asustarse y caer de espaldas si llega a verla. Solo mira esa cara tan horrenda que tiene. Incluso yo tengo pesadillas con ella. ¿Por qué debo verla todos los días?

—Ya hablamos de esto, África —respondió Morgana con firmeza—. Cualquier inconveniente que tengas, cualquier molestia, cualquier necesidad, Sigrid se va a encargar de resolverlo. Para eso irá contigo. ¿Me estás escuchando bien?

África chasqueó la lengua con evidente disgusto.

—Pues que siga con su trabajo entonces —dijo con tono despectivo—. Y que me peine.

Sigrid no respondió. Simplemente retomó el peine con manos cuidadosas y continuó arreglando el cabello de África, procurando no cometer el más mínimo error. Sabía que cualquier tirón accidental, cualquier roce indebido, podía convertirse en otra humillación o en un nuevo golpe.

Finalmente, llegó el momento de la boda.

Sigrid no asistió a la ceremonia. No le estaba permitido. Mientras África caminaba hacia su destino entre cantos, rituales y miradas admiradas, Sigrid ya había sido enviada a la mansión del Alfa para integrarse a la servidumbre.

África se convirtió en la esposa del Alfa Asherad, el gran Alfa que ya había asumido su cargo y cuyo matrimonio solo consolidaba de manera definitiva su dominio. Asherad era temido, respetado y admirado; su unión con África fortalecía alianzas y calmaba a quienes aún observaban con cautela su ascenso.

Aquella misma noche, fue Sigrid quien se encargó de asistir a África. Le ayudó a desvestirse, a bañarse y a prepararse para la noche que tanto había esperado.

De pronto, África se observaba en el espejo con una sonrisa expectante.

—El Alfa Asherad es un lobo muy atractivo —comentó—. Grande, fuerte, imponente.

Sigrid continuó ajustando los broches del camisón con delicadeza extrema, manteniendo la cabeza inclinada.

—Me pregunto cómo será mi primera noche con él —añadió África, con un tono casi soñador.

Sigrid no respondió. No porque no escuchara, sino porque había aprendido que cualquier palabra podía ser usada en su contra. El silencio era su única defensa.

África tuvo su primera noche con Asherad bajo el techo que simbolizaba su nuevo estatus, en la cámara destinada a la intimidad de la Luna y el Alfa. Aquella habitación existía para cumplir con el ritual del matrimonio, para sellar la alianza ante los ojos del Clan y de los antiguos espíritus.

Sin embargo, no era el lugar donde pasarían sus días. Asherad conservaba su propia alcoba, reservada únicamente para él; África, por su parte, disponía de una recámara personal donde pasaría la mayor parte del tiempo.

A la mañana siguiente, cuando el alba comenzaba a filtrarse entre los ventanales, África ya estaba despierta. Se movía por su habitación con pasos inquietos, mientras Sigrid, como cada día, cumplía con sus labores: ordenaba las prendas, arreglaba la habitación y preparaba la ropa que su señora vestiría.

—Fue horrible —expresó África repentinamente—. Absolutamente horrible.

Sigrid no levantó la mirada. Continuó doblando cuidadosamente una túnica, atenta a no interrumpirla, consciente de que África hablaba no para recibir respuesta, sino para desahogar su desagrado.

—Fue tan frío conmigo —continuó con incomodidad—. Simplemente me apartó las piernas, entró en mí y terminó. Así de simple, como si solo estuviera cumpliendo con una obligación.

Para África, aquella noche había sido una decepción amarga, una grieta inesperada en la imagen idealizada del Alfa. Para Sigrid, en cambio, no era más que otra mañana en la que debía escuchar, servir y callar, testigo mudo de una intimidad ajena que solo confirmaba lo que siempre había sabido: incluso en el matrimonio, el poder nunca se mezclaba con el afecto.

Pasó el tiempo, y Sigrid se convirtió en una presencia poco perceptible dentro de la gran mansión del Alfa. Nunca se mostraba delante de Asherad. Tanto África como Morgana, e incluso otros miembros del personal de la mansión, le habían explicado con insistencia que el Alfa jamás debía verla. Su presencia podía provocar un disgusto extremo, un rechazo inmediato, e incluso la expulsión de la casa si Asherad llegaba a enterarse de que alguien con su apariencia se encontraba dentro de su estancia.

Sigrid obedecía rigurosamente. Cada vez que estaba a punto de cruzarse con Asherad, instintivamente se ocultaba, desaparecía de la vista, se pegaba a las sombras o se cubría con velos y prendas que le permitieran pasar desapercibida.

Sin embargo, una tarde, aquella rutina cuidadosamente mantenida se vio interrumpida. África se acercó a Sigrid mientras esta se encontraba, como era costumbre, limpiando la habitación con movimientos meticulosos y medidos.

—Sigrid —pronunció África—, es momento de que hagas lo que tienes que hacer. Es momento de servir, de cumplir con tu propósito. Para eso existes. Para eso estás aquí.

Sigrid se detuvo, entrelazó sus manos frente al cuerpo y bajó la cabeza en una inclinación profunda y sumisa.

—¿En qué le puedo ser de utilidad, Luna?

África la observó detenidamente, evaluando su postura y su sumisión, y luego pronunció la orden que cambiaría por completo la vida de Sigrid.

—Esta noche te meterás en la habitación del Alfa —declaró—. En la habitación donde duermo con él, y te acostarás con él. Lo harás cada noche, hasta que quedes embarazada.

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