LA LOBA DE LAS CICATRICES Y SU ALFA OBSESIVO
LA LOBA DE LAS CICATRICES Y SU ALFA OBSESIVO
Por: Yaz Salo
C1: LAS GEMELAS PROHIBIDAS.

—¡Empuja! ¡Empuja! ¡Empuja! —alentó una voz femenina.

—¡Aaaah…! —otro grito, desgarrador y agudo, atravesó la habitación mientras la mujer en la cama se aferraba a las sábanas, empujando con todas sus fuerzas.

La escena se desarrollaba en la amplia y solemne habitación principal de la mansión de Cedric, el Beta del Clan Asgard. La estancia estaba iluminada por lámparas de aceite que proyectaban sombras oscilantes sobre las paredes recubiertas de madera oscura. Un aroma a hierbas medicinales impregnaba el aire, mezclándose con el sudor y el olor tenue de la sangre. La cama de pilares tallados vibraba levemente bajo los espasmos de Morgana, cuya respiración entrecortada resonaba entre las cortinas pesadas que rodeaban la estancia.

Frente a ella, al pie de la cama, la médica de la familia guiaba el proceso con voz controlada, consciente de la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros.

Morgana apretaba los dientes, con el rostro enrojecido y los cabellos húmedos pegados a la frente. Había esperado este momento con ansiedad y temor, pues la presión que recaía sobre ella era inmensa. Aquella criatura que estaba a punto de traer al mundo debía ser una hembra. No sería una hija común: sería la futura esposa del próximo Alfa.

Después de haber perdido un embarazo anterior —un varón que no cumplía con lo que la tradición exigía— necesitaba desesperadamente que este alumbramiento culminara en una niña. Y así, con un último grito que retumbó en la habitación, el bebé finalmente salió.

—¡Es una hembra! —exclamó la médica, alzando a la pequeña entre sus manos—. ¡Es una hembra, señora Morgana!

Un suspiro de alivio escapó del pecho de la mujer reclinada.

—Por fin… —murmuró, casi sin aire—. Por fin… he tenido a la futura esposa del futuro Alfa.

La alegría la envolvió por completo cuando contempló brevemente a la recién nacida. Sus labios temblaron con una sonrisa triunfante, un acto que revelaba no solo amor materno, sino también la sensación de haber cumplido con la obligación más importante ante la manada y ante ella misma. La médica asintió con suavidad y comenzó a preparar a la pequeña para llevarla a un recipiente de agua tibia donde la limpiaría.

Sin embargo, antes de que pudiera dar un solo paso, el cuerpo de Morgana se arqueó con violencia. Un espasmo repentino atravesó su abdomen y un grito profundo brotó de su garganta. La médica se giró con rapidez, confundida por un instante, hasta que vio cómo el rostro de la mujer se contraía con un nuevo dolor.

—No… no puede ser… —balbuceó Morgana, entre jadeos—. Son… contracciones otra vez…

Las contracciones se intensificaron con una brusquedad inesperada, arrancando un nuevo gemido de dolor de la garganta de Morgana. Su cuerpo se estremecía de manera casi convulsiva, y la médica tardó unos segundos en reaccionar, desconcertada ante la repentina reanudación del proceso.

Aún sostenía en brazos a la recién nacida, la primogénita, cuyo llanto agudo se elevaba y rebotaba contra las paredes de la habitación. Con movimientos rápidos, la médica se giró hacia su ayudante, una joven loba que permanecía cerca de ella, y le entregó a la cachorra.

—Sostenla con cuidado —indicó.

La ayudante asintió con nerviosismo y cargó a la bebé contra su pecho. Mientras tanto, la médica regresó a la cama, inclinándose junto a la madre que respiraba con dificultad, presa de contracciones cada vez más violentas.

Minutos después, otra vida emergió. La médica la recibió entre sus manos, con la destreza que solo los años de experiencia podían otorgar. La levantó unos centímetros, como para confirmar lo que sus sentidos ya le gritaban con claridad.

—Señora Morgana… —susurró, todavía incrédula—. Usted ha tenido gemelas.

Morgana abrió los ojos de par en par, desorbitados por el pánico.

—No… —murmuró, negando con un movimiento frenético de la cabeza—. No… no puede ser… ¡No puede ser!

La médica mantuvo la cachorra entre sus brazos, una criatura tan diminuta y semejante a su hermana que habría sido imposible distinguirlas de no ser por el orden de nacimiento. Morgana apartó la mirada como si hubiese visto una visión prohibida, como si contemplar a la recién nacida fuese en sí mismo un acto peligroso.

Para el Clan Asgard, los gemelos no solo eran una rareza: eran un mal presagio. Siglos atrás, ya había existido gemelos dentro de la manada, lo cual había terminado en desgracia. Ambos jugaron con sus identidades, burlándose del Alfa de aquel entonces e intercambiando vidas como les parecía conveniente.

Los dos gemelos fueron ejecutados por traición. Desde entonces, los gemelos estaban prohibidos.

El pensamiento se le impuso a Morgana con una claridad cruel. Esa segunda niña no era una hija: era una amenaza viva. Su sola existencia ponía en jaque todo lo que había construido. Si Cedric llegaba a saber la verdad, no habría misericordia. Podrían señalarla como culpable, acusarla de haber desafiado las normas sagradas de la manada, y su castigo sería inmediato: la muerte o el destierro, mientras su esposo tomaría otra compañera para preservar el linaje.

Peor aún, en su caída, arrastraría consigo a ambas criaturas; ni siquiera la primogénita estaría a salvo. Por eso, en el instante exacto en que comprendió que había dado a luz a dos hijas idénticas, Morgana sintió cómo algo se quebraba dentro de ella. Aquella segunda cachorra representaba la pérdida absoluta: de su posición, de su vida y del futuro que había reservado para su primogénita. Y así, Morgana la odió desde el primer momento, convencida de que, mientras esa cachorra respirara, su vida corría peligro.

—¡Mátala! —exclamó Morgana a la médica—. ¡La que acaba de nacer… mátala! ¡Deshazte de ella antes de que Cedric lo sepa!

Pero ya era demasiado tarde. Antes de que la médica pudiera responder o siquiera procesar la orden desesperada de Morgana, el eco inconfundible de pasos firmes comenzó a resonar en el pasillo que conducía a la habitación. El corazón de Morgana se aceleró, y un velo de terror se posó sobre sus facciones pálidas.

—¡Escóndela! —susurró—. ¡Escóndela ahora! No quiero que Cedric la vea. Luego… luego tendremos que deshacernos de ella… ¡pero ahora solo escóndela!

La médica obedeció sin replicar. La envolvió con una de las mantas finas que había junto a la mesa auxiliar y se dirigió al gran armario de madera tallada que ocupaba una de las paredes laterales de la habitación.

Abrió sus puertas y depositó allí a la recién nacida, cuidando de acomodarla de manera que su llanto no resonara, y cerró las puertas con suavidad.

Un instante después, la puerta de la habitación se abrió con decisión.

—Morgana —articuló Cedric—. ¿Ya ha ocurrido el parto?

El Beta de la manada avanzó con un semblante solemne. La ayudante, aún nerviosa, se adelantó con la primogénita en brazos. Con cuidado reverente, le ofreció la bebé, y Cedric la tomó con delicadeza, como si aquel pequeño cuerpo fuese un tesoro que debía proteger con la fuerza de todo su linaje.

—Sí… sí, querido —respondió Morgana—. He tenido una hembra. La futura esposa del futuro Alfa… tal como deseábamos.

Cedric bajó la mirada hacia la cachorra que sostenía.

—¿Está sana? —preguntó sin apartar la vista de la niña.

La médica inclinó la cabeza ligeramente.

—A simple vista, parece encontrarse en perfecto estado. Aún no he realizado una revisión exhaustiva, pero no detecto ninguna anomalía evidente.

Él asintió con aprobación.

—Eso es bueno —dijo, antes de dirigir la mirada a su esposa—. Te ves agotada… pero lo hiciste bien, Morgana.

Ella trató de dibujar una sonrisa débil, vacilante, que pretendía ocultar la angustia que le recorría las entrañas.

Entonces ocurrió. Un pequeño sollozo se elevó como un hilo de cristal quebrado. Cedric se detuvo en seco. Ladeó la cabeza ligeramente, como si necesitara confirmar que no había imaginado aquel murmullo infantil.

El llanto volvió, esta vez más claro.

Cedric frunció el ceño y bajó la mirada hacia la bebé que llevaba en brazos. La observó un instante: sus labios estaban cerrados. El llanto no provenía de ella.

Cedric levantó la vista, desconcertado, y sus ojos se dirigieron hacia el armario. El sonido emergía de allí.

—Estoy escuchando el llanto de un bebé en ese armario —declaró Cedric.

El rostro de Morgana se tensó de inmediato.

—N-no… no es nada, querido —balbuceó, forzando una sonrisa quebradiza—. Debes de estar confundido, es la bebé… es nuestra hija la que llora. ¿Por qué no… por qué no pensamos en un nombre para ella? Nuestra primogénita, la más importante ahora… la que será la futura Luna…

Cedric no se dejó engañar.

—Sé perfectamente lo que estoy escuchando —replicó—. No soy ningún tonto. Y ahora mismo quiero que me expliquen qué demonios está sucediendo en esta habitación.

—Por favor… —suplicó Morgana—. Solo créeme… no está pasando nada… te lo juro…

La médica, consciente de que la situación estaba a punto de estallar, intervino.

—Señor… por favor… la señora Morgana no puede alterarse. Aún está muy delicada por el parto. Su estado es frágil…

Cedric la miró unos segundos. Luego, sin decir nada, extendió los brazos y entregó la bebé a la ayudante, quien la recibió con el mismo sobresalto con el que alguien toma una copa valiosa a punto de caer al suelo.

Morgana comprendió lo que su esposo estaba a punto de hacer y un sollozo desesperado escapó de su pecho.

—Cedric… no —rogó, estirando inútilmente una mano débil hacia él—. ¡No te acerques allí! Por favor, no abras ese armario…

Pero Cedric ya había avanzado. Se plantó frente al armario, y sin vacilar un solo instante, apoyó ambas manos en las puertas del armario y las abrió de par en par.

Allí, envuelta en la manta, con el rostro enrojecido por el llanto y los puños cerrados, se encontraba la segunda cachorra.

Cedric se quedó mirándola atónito.

—Tuviste dos… —pronunció, como quien revela un descubrimiento devastador—. Tuviste dos cachorras. Son gemelas.

Morgana, que ya estaba pálida desde antes, se quedó completamente inmóvil, con la mirada extraviada.

—Cedric… por favor —susurró primero, y después la súplica se convirtió en un sollozo desgarrador—. Por favor, yo no tenía idea… ¡Te lo juro que no lo sabía! No tenía forma de saber que eran dos. Solo… solo llegó, solo apareció. Pero te prometo que me desharé de ella. No pienso criarla. ¡No pienso quedármela!

Cedric se tornó pensativo.

—Los gemelos siempre han sido un mal presagio…

—No va a pasar nada —insistió Morgana—. No va a pasar nada porque… porque nos desharemos de la segunda. Esa bebé es la que nació después, Cedric. Ella no debe existir. Nunca debió hacerlo. Te lo prometo: haré como si nunca hubiese nacido. Por favor… no te enfades conmigo. Yo no tuve la culpa, lo juro. No tenía señales, no había forma de saberlo… jamás imaginé que algo así pasaría.

Sus lágrimas caían sin control, resbalando por sus mejillas hasta sus labios temblorosos. Su postura no era solo de angustia, sino de auténtico terror.

—Por favor, no te deshagas de mí por esto —rogó—. Yo… Cedric, te lo suplico…

Morgana temblaba tanto que parecía a punto de desmoronarse por completo. Su miedo no era simbólico ni exagerado; era el miedo visceral de una mujer convencida de que su vida pendía de la reacción de su compañero. Temía que, por haber dado a luz gemelas, él terminara quitándole la vida sin dudarlo.

Cedric, por su parte, permaneció con la mirada en la criatura prohibida. Mientras él meditaba, Morgana continuaba llorando desconsoladamente sobre la cama, con el rostro lívido y las manos temblorosas. La médica, consciente del peligro que suponía que la madre se agitara en ese estado, trató de calmarla, insistiendo en que debía controlar sus emociones, que su cuerpo seguía demasiado debilitado tras el parto.

Aun así, las lágrimas de Morgana no cesaron; su miedo era más fuerte que cualquier advertencia clínica.

Finalmente, Cedric se giró hacia ella.

—Pensándolo bien, podemos sacar ventaja de esto en lugar de matarla. Sería un desperdicio hacerlo.

Morgana abrió los ojos de par en par, sobresaltada.

—¿Qué… qué quieres decir? —preguntó, ofuscada—. Ella no puede vivir. Hay que deshacernos de ella. Yo no pienso criarla… no puedo hacerlo. No quiero hacerlo.

—Nadie sabrá que ella es nuestra hija —respondió Cedric con frialdad, sin alterarse—. Me encargaré de que nadie lo sepa. Un mal presagio solo termina siendo una superstición que no está totalmente ligada a la realidad. En cambio, esta cachorra puede ser de mucha utilidad, Morgana.

Hizo una pausa, colocando en orden sus ideas.

—Si la primera hija no funciona, la segunda es un repuesto. Vamos a mejorar a la primogénita con los recursos que esta otra puede brindar. Es simple lógica. Si la primera se enferma y necesita órganos, la segunda se los dará. Si la primera tiene dificultades para concebir en el futuro, la segunda podrá servir de vientre de alquiler. Será una fábrica de cachorros para garantizar que la heredera tenga descendencia sin complicaciones. ¿Lo entiendes? Hay un mundo de posibilidades.

Morgana lo miró con asombro. Los gemelos estaban prohibidos dentro del Clan, lo cual significaba que, si eran descubiertos, toda la familia enfrentaría un castigo.

Sin embargo, a Morgana solo le importaba sobrevivir. Ir en contra de los deseos del Beta no era una opción.

—Cedric… —pronunció—. Tú eres la cabeza de esta familia, eres tú quien tiene la última palabra. Si decides que eso es lo mejor, entonces no mostraré oposición. Sin embargo, dijiste que nadie sabrá que es nuestra hija. Entonces no seré yo quien la críe. No quiero estar cerca de esa hembra. Nunca la veré como una hija mía. Mi única hija es la que nació primero. La que nació después solo es una intrusa que se ha metido en mi vientre sin permiso. Que contaminó mi interior, que alteró lo que debía ser puro y único.

Se llevó una mano al pecho, como si el recuerdo mismo de la gestación doble le provocara náuseas espirituales.

—Debo hacer una limpieza espiritual —dijo, con una convicción obsesiva— para no terminar muriendo, cayendo en desgracia. Así que puedes hacer lo que quieras con ella.

—No tendrás que criarla. Ella crecerá con la servidumbre —declaró Cedric—. Será parte de los esclavos que se ocupan de nuestro bienestar y nuestra comodidad. No habrá vínculo alguno entre ustedes.

Morgana tragó saliva con dificultad, ya más calmada, pero una nueva preocupación se abrió paso entre sus pensamientos.

—Cedric… a medida que crezca… ella tendrá el mismo rostro que nuestra primogénita. Son idénticas. ¿Cómo haremos para ocultarlo? ¿Cómo evitaremos que alguien lo note? Nadie podría verlas juntas sin sospechar.

Cedric se quedó callado unos segundos. A decir verdad, también había pensado en intercambiar de lugar una con la otra cada vez que lo consideraba necesario, pero Morgana tenía razón. Era arriesgado que ambas tuvieran el mismo rostro.

—Yo me encargaré —declaró él.

Sus ojos se deslizaron entonces hacia la ayudante de la médica.

—Tú. Toma a la cachorra del armario y ven conmigo.

La ayudante le entregó la primogénita a Morgana y luego se dirigió hacia el armario para tomar a la segunda cachorra.

Cedric no volvió a mirar atrás. Abandonó la habitación, y la ayudante lo siguió en silencio, cargando a la recién nacida, mientras su llanto resonaba débilmente por los pasillos interminables de la casa.

Minutos después, llegaron al estudio de Cedric. Él cerró la puerta, aislando aquel espacio del resto del mundo. Allí dentro, Cedric empezó a cambiar de forma.

Su transformación fue rápida y aterradora. La figura humana se deshizo para dar paso a un lobo de dimensiones colosales, de pelaje gris y presencia aplastante.

Cedric, en su forma lobuna, se aproximó a la cachorra. Y en ese momento, con sus garras, desfiguró el rostro de su hija. La cachorra no debía crecer con el mismo rostro que su hermana, no debía existir similitud alguna que pudiera delatar la verdad. Aquella marca sería su condena y, al mismo tiempo, su ocultamiento.

—Déjala ahí —ordenó Cedric a la ayudante, para que colocara a la cachorra en un sofá que se hallaba en dicho estudio. La cachorra lloraba desconsoladamente lo cual inquietó a la joven loba, pero ella no podía hacer nada al respecto y lo sabía.

Apenas tuvo tiempo de apartarse. En un instante imposible de anticipar, Cedric se lanzó hacia la ayudante y clavó sus colmillos en el cuello de ella, matándola en ese preciso instante.

En otra parte de la casa, la médica finalizaba su labor. Había limpiado, examinado y revisado con minuciosidad a la primogénita, asegurándose de que estuviera fuerte y sana. Finalmente, se la entregó a Morgana. Poco después, la médica abandonó la gran casa, perdiéndose en la oscuridad de la noche.

Pero jamás llegó a su destino.

En el camino, figuras se deslizaron entre las sombras del bosque. Lobos, obedientes a una orden, la atacaron y la asesinaron. Su desaparición fue total, como si nunca hubiera existido.

Nadie más debía saber de la segunda hija. Nadie debía vivir para hablar de la existencia prohibida de la hermana gemela.

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