El amanecer comenzaba a teñir el cielo de tonos ámbar y rojo, como si la misma tierra hubiera sangrado durante la noche. A través de los árboles, la tenue luz filtrada apenas tocaba nuestros rostros, pero incluso esa pequeña promesa de día nos daba aliento.
Aldan caminaba adelante, su cuerpo pequeño envuelto en sombras que parecían no disiparse con la claridad naciente. Eirik iba detrás de él, tenso como un guerrero en medio de la batalla, y yo… yo llevaba el alma hecha pedazos, intentando reunir cada fragmento de fuerza que me quedaba. Mi cachorro había pedido ayuda. Lo había hecho sin palabras, pero con todo el peso de su ser.
Yo no iba a fallarle.
Caminamos hasta alcanzar un claro oculto, un sitio que solíamos visitar cuando Aldan era más pequeño. Allí nos refugiábamos cuando el mundo era demasiado ruidoso, cuando los sueños pesaban más que el cuerpo. Un lugar sagrado para nuestra manada, donde los primeros ancestros habían invocado a la Luna