C4- LA PROPUESTA.

C4- LA PROPUESTA

Lucy caminaba tras el mayordomo con las manos apretadas. Sus pasos resonaban suavemente contra el mármol brillante, y aunque la casa era un espectáculo de lujo, el aire era espeso.

El mayordomo se detuvo frente a una gran puerta doble y, sin mirarla, habló con voz grave y seca:

—El señor la está esperando.

Le dio un leve asentimiento de cabeza y se marchó, sin más palabras.

Lucy se quedó quieta frente a la puerta, sintiendo cómo el corazón le golpeaba el pecho como un animal encerrado. Por dentro, el miedo le trepaba por la garganta, quemándole la lengua.

Quería correr. Quería no haber venido. Pero esa era su única opción. No había vuelta atrás.

Así que respiró hondo, una, dos veces. Y su mano temblorosa se alzó y tocó la puerta.

—Adelante —se oyó una voz profunda desde el otro lado.

Y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se dijo que era por la tensión, por el miedo... pero también por lo que sabía: el hombre detrás de esa puerta tenía la misma sangre que su marido.

Giró el pomo y entró.

Y entonces lo vio.

Eros estaba de pie junto a la ventana, de espaldas, pero al girarse... fue como si la electricidad le atravesara el cuerpo. Alto. De cabello oscuro, revuelto de forma indomable. Su rostro era anguloso, de líneas marcadas, con una sombra de barba que le daba un aire salvaje. Pero lo que la dejó paralizada fueron sus ojos: grises, fríos, como acero afilado. Había algo peligroso en él, algo que no podía ni quería disimular.

—H-hola —susurró. Fue lo único que salió de su boca.

Eros alzó una ceja, sorprendido.

Su hermano tenía un gusto curioso... La esposa de Ezra temblaba como una hoja, y aun así había algo en ella que captaba la atención de inmediato. Tal vez era su dulzura palpable. Cabello castaño, ojos miel que brillaban bajo la luz como si estuvieran a punto de romperse en lágrimas, labios rosados y jugosos... Y ese cuerpo pequeño, delicado, como sacado de otro mundo.

El deseo le golpeó de forma brutal e inmediata. Sintió su polla tensarse con fuerza bajo el pantalón, y eso lo enfureció.

Se movió.

Se levantó sin apuro y rodeó el escritorio con pasos lentos, como si no tuviera prisa pero sí un propósito. Mientras, Lucy no se atrevía a moverse. El corazón le latía con fuerza en los oídos; cada paso de él la hacía estremecer. Y cuando se detuvo frente a ella, estaba tan cerca que podía ver las pequeñas pecas en su nariz.

—¿Eso es todo lo que vas a decir? —preguntó, con una media sonrisa—. ¿Hola?

Los ojos de Eros la atravesaban, estudiándola como si pudiera leerle los secretos grabados en la piel. Ella trató de sostenerle la mirada, pero no pudo. Bajó los ojos, respirando agitada. Se sentía desnuda, sin defensa, sin refugio.

«Vamos, Lucy, habla. Es ahora o nunca. No puedes seguir huyendo», se animó.

—Quiero que me protejas —dijo finalmente, con un hilo de voz.

Eros frunció el ceño, como si no hubiera entendido bien, cuando agregó:

—¿De tu hermano?

El gesto de Eros cambió.

De repente, el interés brilló en sus ojos. Y dio un paso lento, luego otro, rodeándola, sin apartar la mirada. Se detuvo detrás de ella, y su aliento le rozó el oído. Ella tragó saliva con fuerza.

—¿Por qué querrías eso? —preguntó, como si no necesitara más que esa cercanía para hacerla hablar.

Lucy se mantuvo inmóvil, pero su cuerpo la traicionaba: respiración temblorosa, músculos tensos, miedo corriendo bajo la piel. El olor a él la rodeaba, limpio, masculino, oscuro.

—Porque... porque... —Las palabras tropezaban en su garganta—. ¡Porque él... abusó de mí varias veces!

El cuerpo de Eros se tensó al instante. Giró sobre sus pies y volvió a ponerse frente a ella.

—¿Qué? —rugió, la voz ronca, casi peligrosa.

Lucy bajó la mirada, avergonzada y con ganas de llorar.

—Él... es impotente. Y como no puede... cumplir... conmigo... usaba cosas... —la última palabra se ahogó en un susurro.

Eros apretó los puños.

Las venas se marcaron en sus brazos. Estaba luchando consigo mismo para no explotar.

—¿Estás diciendo que mi hermano te violaba?

Lucy no respondió. No podía. Solo una lágrima solitaria bajó por su mejilla.

—Él estaba enojado... me culpaba. Decía que yo no lo excitaba. Yo... intenté que funcionara. Juro que lo intenté. No sabía que estaba enfermo...

Eros la miraba como si no pudiera creer lo que oía. Como si no supiera en qué parte del infierno acababa de entrar.

—¿Qué pasó para que escaparas? —preguntó al fin, controlando medianamente la ira que lo consumía.

Lucy alzó la vista, confundida.

—¿Qué?

—Aparte de eso, chérie... ¿qué más pasó? ¿Por qué Ezra quiere matarte?

El apodo en francés la desarmó por dentro, pero no lo suficiente como para olvidar lo que venía.

—Yo... yo... —susurró—. Lo golpeé. Lo apuñalé con un cuchillo. Y luego huí.

Su cuerpo comenzó a temblar, ya sin control. Recordar su dolor era demasiado para ella. Se cubrió el rostro con las manos, y el llanto brotó sin aviso, violento e incontrolable.

—Solo... huí —repitió, entre sollozos.

Eros no dijo nada. Pero sus ojos estaban fijos en ella, en cada temblor de su cuerpo. Respiraba agitado. La furia le hervía en la sangre. Pero más allá de la rabia... algo más se estaba gestando en él. Algo peligroso.

El silencio que siguió fue espeso, cargado de todo lo que no se decía. Lucy seguía temblando, todavía con las lágrimas secas marcadas en el rostro.

Eros, por su parte, la observaba con atención, pero su mente estaba muy lejos. Lo que Lucy acababa de confesar no solo lo revolvía, lo empujaba a ese lugar oscuro que tanto tiempo había mantenido cerrado.

Ezra.

Su maldito hermano.

Siempre fue un bastardo manipulador, ególatra y sediento de poder. Desde que lo recordaba, su relación había estado podrida. Competencia, traiciones veladas, desprecios silenciosos. No fue una sorpresa cuando escuchó que se había casado... solo otra jugada más para reforzar su imagen pública.

Eros no le dio importancia en su momento, pero ahora entendía.

Ahora todo encajaba.

El carácter explosivo de Ezra, su necesidad enfermiza de control, su rencor cada vez que alguien dudaba de su autoridad... No se trataba solo de una frustración sexual. Era humillación. Impotencia literal y figurada. Y Lucy había sido el blanco de todo eso.

Cuando volvió a mirarla, con el rostro rojo, las manos hechas puños sobre el regazo, algo se movió en su interior.

No fue deseo. No fue compasión. Fue algo más... primitivo.

Y a Eros no le gustaba sentir eso por nadie.

Pero ahí estaba ella.

Destruida. Suplicante. Confiando en él como si fuera su única salvación.

Y lo era. Aunque aún no lo supiera.

La negativa de Donatello volvió a sonar en su cabeza. Necesitaba una esposa. No un romance, no una distracción: una figura respetable a su lado.

Y el destino, con su ironía habitual, le había puesto justo a quien necesitaba en la puerta, y él iba a tomarla.

Los sollozos suaves de Lucy lo sacaron de sus pensamientos, y ajustó sus emociones. Se metió la mano al bolsillo y sacó un pañuelo de lino blanco, y lo extendió hacia ella con un movimiento lento, casi deliberado.

Sus ojos grises perdieron un poco de dureza, aunque su voz aún sonó firme:

—No llores por él, belleza. Ezra no merece tus lágrimas.

Lucy lo miró con sorpresa.

Había dulzura en sus palabras, una ternura disfrazada entre el sarcasmo. Tomó el pañuelo con manos temblorosas, como si fuera algo demasiado delicado para tocar. Se secó el rostro despacio, sintiendo la textura suave de la tela en su piel.

Eros suspiró, y su mente volvió a correr como un tren sin frenos. Estaban en medio de un caos... pero dentro del caos, había una salida.

Una ventaja.

Sonrió, esa sonrisa fría que pocas personas veían sin temblar.

—Dime algo —rompió el silencio de nuevo—. ¿Por qué viniste a mí? ¿Por qué no fuiste con tu familia?

Lucy tragó saliva. El pánico seguía flotando en sus ojos.

—Mi familia no me ayudará —murmuró—. Si Ezra sabe que estoy allí, irá por mí. Pero aquí... aquí él no se atrevería a entrar.

Eros se inclinó apenas hacia ella, analizando cada palabra. No era solo miedo. Era certeza. Había elegido su casa porque creía que Ezra jamás cruzaría esa línea. Y tenía razón.

Con un gesto lento, casi suave, le levantó la barbilla con dos dedos. Su piel era cálida y temblaba bajo su toque.

—¿Por qué, belleza? ¿Por qué no vendría?

—Porque... porque te teme —susurró ella—. No sé qué pasó... él nunca habló mucho de ti, pero... lo sé. Él te teme.

Una chispa brilló en los ojos de Eros.

No lo admitiría, pero le gustó oírlo. Que incluso su hermano reconociera que él era un hombre al que no se le cruzaba sin consecuencias.

Se apartó de ella, dejándola respirar, y metió las manos en sus bolsidos.

—Tienes razón —dijo con calma—. Ezra y yo somos enemigos. Lo fuimos desde que me robó mi lugar como jefe. Pero no se fue sin cicatriz. ¿La has visto?

Lucy asintió con un escalofrío.

—Entonces eso te da una idea de quién soy —agregó él con una media sonrisa.

Lucy negó de inmediato. Puede que este hombre fuera peligroso, pero confiaba en él. No sabía por qué, pero lo hacía.

—No me importa —dijo con voz temblorosa pero firme—. Solo dime si me ayudarás o no.

Eros no dudó en responder.

—Acabo de decidir que sí. Pero hay un precio.

—¿Dinero? —preguntó ella, confundida—. No creo que lo necesites.

—No —dijo él, con una sonrisa torcida—. Pero ya que tú has llegado a mi puerta... serás mi primera opción.

Lucy parpadeó, insegura.

—¿Qué... qué es?

Eros fue de nuevo hacia ella —por alguna razón, no podía mantenerse lejos—, se inclinó, y su boca rozó su oído:

—Que finjas ser mi esposa —dejó que su aliento masculino la envolviera—... por los próximos seis meses.

Ella se quedó congelada.

Sus ojos se abrieron; su mente trataba de entender lo que acababa de escuchar.

Y Eros, con una sonrisa que mezclaba amenaza y deseo, se alejó apenas, pero sin perder el contacto visual:

—Ese es mi precio, mon amour.

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