Cristina llegó al hotel con pasos cansados, arrastrando consigo el peso de todo lo que había vivido ese día. El ascensor parecía eterno hasta llegar al último piso. Cada segundo dentro de aquella caja metálica se sentía como un martillo golpeando su mente con recuerdos recientes. La mirada de Rubén, la sonrisa de la niña que lo llamaba papá, la mano firme de Elio sujetándola de la cintura, su voz fría y segura pronunciando frente a todos “mi esposa”.
Cuando por fin llegó a la suite, abrió la puerta y la calidez del lugar la recibió. Allí, entre risas y colores, estaba la única razón que la mantenía de pie: su hijo.
—¡Mamá, llegaste! —exclamó Isaac, corriendo hacia ella con un dibujo en la mano.
Cristina lo abrazó con fuerza, como si quisiera fundirse en él para olvidar todo lo demás. Besó su mejilla, aspirando ese aroma inocente que solo un niño podía tener.
—Hola, mi amor bello. ¿Cómo te fue hoy? —le preguntó con ternura.
—¡Bien, mami! —respondió el niño con entusiasmo—. Jessica jugó