Elio Caruso estaba en su oficina recogiendo su portafolio. Cada movimiento era lento, cargado de cansancio. Suspiró pesadamente y caminó hacia la puerta. Con un gesto automático apagó la luz, cerró con firmeza y se dirigió hacia el ascensor.
Mientras esperaba, la soledad de aquel pasillo lo hizo sentir más vacío que nunca. Miró el reloj en su muñeca y, en un impulso, tomó su teléfono. Marcó a su asistente.
—¿Aló? —contestó la voz al otro lado de la línea.
—¿Qué noticias me tienes? —preguntó Elio con tono frío, aunque su ansiedad se filtraba en cada palabra.
—Señor, ya tenemos todo lo necesario para la prueba de ADN —respondió el asistente con rapidez.
Elio apretó el portafolio contra su costado y cerró los ojos un segundo.
—Perfecto —murmuró con una mezcla de alivio y tensión—. Llévalas a un hospital de inmediato.
—Sí, señor, ya estoy en eso —aseguró el asistente.
En ese instante, las puertas del ascensor se abrieron con un suave sonido metálico. Elio salió sin dejar de hablar.
—Quier