Durante cinco minutos completos, ninguno de los dos habló. Tamara y Gabriel permanecieron congelados frente a las cámaras criogénicas, sus mentes luchando por procesar lo imposible.
Konstantin Voss, el hombre que había muerto hace cinco años—cuyo funeral Damián había llorado, cuyo testamento había desencadenado toda esta pesadilla—estaba suspendido en líquido transparente, su cuerpo preservado perfectamente, monitor parpadeando su ritmo cardíaco constante.
—Esto no es real —susurró Gabriel finalmente—. No puede ser real.
Pero Tamara ya se había acercado al panel de control junto a la cámara de Konstantin. Había pantalla mostrando datos: temperatura corporal, función cerebral, química sanguínea. Todo estable. Todo activo.
—Es real. —Su voz sonaba extrañamente calmada a sus propios oídos—. Ha estado aquí todo este tiempo. Durmiendo. Esperando.
—¿Esperando qué?
Antes de que pudiera responder, luces en toda la bóveda cambiaron de tono de emergencia rojo a azul suave. Una voz computerizada