Capítulo 67. La sentencia de muerte.

La cabaña olía a madera podrida, moho y miedo rancio. Lyanna estaba tirada en un rincón, con las manos atadas a la espalda alrededor de un pilar de madera grueso que sostenía el techo bajo.

Sus muñecas ardían por la fricción de la cuerda áspera, y el frío del suelo de tierra se le filtraba a través de la ropa, calándole los huesos.

No había luz, salvo por el resplandor de la luna que se colaba por las rendijas de las tablas mal clavadas y la luz de una linterna que los tres hombres habían dejado sobre una mesa coja en el centro de la habitación.

Los secuestradores estaban jugando a las cartas, bebiendo de una botella barata y mirando sus relojes con insistencia. El ambiente había cambiado. Al principio, parecían relajados, esperando una orden para moverla o liberarla. Pero a medida que pasaban las horas, la tensión se había vuelto espesa y peligrosa.

—Ya pasó la hora —dijo el más joven, mirando su móvil con nerviosismo—. El jefe dijo que la llamada entraría antes de las doce de la no
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