El amanecer se filtraba tímido entre las cortinas de lino blanco, dejando destellos dorados sobre la habitación. Leah despertó lentamente, con una sensación extraña recorriendo su cuerpo. El peso de las sábanas, la calidez ajena que aún persistía junto a ella, y el aroma inconfundible de la piel masculina que impregnaba el aire.
Por un instante, no supo si soñaba. Luego lo vio.
Kevin Hill, su esposo, estaba sentado al borde de la cama, aún con el torso desnudo, una toalla colgando de su mano derecha y el cabello húmedo cayendo en mechones rebeldes sobre su frente. Su mirada, serena y distante, se posó en ella por un segundo que pareció eterno.
Leah, confundida y con el corazón latiendo de prisa, intentó asimilar lo ocurrido la noche anterior.
El beso, el fuego, las caricias… Todo volvía a su mente como una secuencia entrecortada. Recordó sus propias palabras —“no me lastimes”— y cómo él había sellado esa súplica con un beso lleno de deseo y contradicción. Habían hecho el amor hasta el