—Dije que no quiero desayunar —repite Leah, esforzándose por mantener el tono firme.
Él da un paso adelante, y el sonido de sus zapatos contra el mármol resuena como un eco de advertencia.
—Te pedí que desayunaras correctamente —dice con una calma tensa, la clase de calma que precede a una tormenta.
Leah lo observa, los labios entreabiertos, el pulso acelerado. Hay algo en la mirada de Kevin que le eriza la piel. No es solo autoridad; hay un matiz de preocupación disfrazada, una sombra en su expresión que ella no logra descifrar.
—No sabía que ahora también necesitaba tu permiso para tener apetito —responde con sarcasmo, aunque la voz le tiembla apenas.
Él no contesta. Se limita a acercarse unos pasos más, acortando la distancia entre ambos. Leah siente el perfume masculino de su traje, ese aroma que, aunque no quiera admitirlo, le resulta imposible ignorar.
—A veces —dice él, sin apartar los ojos de los suyos— te comportas como si quisieras provocarme.
Leah contiene la respira