La Villa La Matilde se hallaba sumida en un silencio profundo. Solo el sonido tenue del viento moviendo las ramas del jardín rompía la quietud de la noche. Las luces del vestíbulo titilaban suavemente, y Ana, la ama de llaves, se encontraba apagando los últimos focos cuando el ruido de un motor se escuchó acercarse por el camino principal.
El reloj marcaba las diez de la noche.
La puerta principal se abrió con un sonido seco. Kevin Hill apareció, alto, imponente, con el ceño fruncido y el rostro endurecido por el cansancio. Llevaba aún el abrigo negro sobre los hombros, y su mirada helada bastaba para hacer que el aire se volviera más denso.
Ana, que ya se disponía a retirarse, se apresuró a saludarlo con respeto.
—Buenas noches, señor Hill —dijo con una leve inclinación de cabeza.
Kevin asintió apenas, sin cambiar la expresión. Su voz fue baja, pero cargada de autoridad.
—Buenas noches, Ana.
El silencio volvió a imponerse entre ambos, hasta que Kevin, mientras se quitaba los guantes