Kevin se apartó lentamente de Leah. Los ojos de ella, brillantes y temblorosos, reflejaban una mezcla de confusión y deseo. El ceño del hombre se frunció apenas; más allá de todo, no podía negar que su esposa tenía un encanto particular, uno que ninguna otra mujer había logrado despertar en él. Leah se sintió pequeña bajo la intensidad de esa mirada, y el rubor comenzó a trepar por sus mejillas hasta teñirlas de carmesí.
El silencio se adueñó del ambiente, pero la corona la llevaba Kevin: su mirada, abrazadora y delirante, dominaba el aire entre ambos. Leah bajó la cabeza, intentando evitar el fuego que ardía en los ojos de su esposo. Sin embargo, las manos del hombre se posaron con suavidad sobre su rodilla, provocándole un estremecimiento involuntario.
—¿Tienes fiebre? —preguntó él, con una sonrisa apenas perceptible, esa que usaba cuando quería provocarla.
Leah lo miró incrédula, sintiendo cómo la temperatura de su rostro aumentaba aún más.
—Por supuesto que no —respondió, int